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Columna
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Política y comercio del agua

Miguel Ángel Fernández Ordoñez

Quienes tan agriamente riñen en España por el agua, deberían recordar la observación de Montesquieu: 'Allí donde hay comercio, las costumbres son suaves'. Por poner algún ejemplo, el aceite de oliva se comercia y nadie pelea por el aceite que sobra en Jaén y falta en Guipúzcoa. La madera se comercia y no hay conflictos por la madera que sobra en Soria y escasea en Alicante. Las disputas sobre el Plan Hidrológico no surgen de su contenido, sino del hecho mismo de ser un plan. Cuando un gobierno asigna un bien (en este caso, el agua) por un sistema de planificación central en vez de dejar que se asigne a través del intercambio voluntario, es inevitable que surja el enfrentamiento, que los modos dejen de ser suaves.

Ciertamente, el comercio no resuelve todos los problemas: la política es absolutamente necesaria en la vida social. Sólo a través de la política se pueden decidir asuntos como la financiación autonómica y estatal o la sanidad de los alimentos, por dar dos ejemplos actuales. El mercado no sirve para tomar esas decisiones, pero, en cambio, es una institución excelente para asignar recursos escasos. Si el Gobierno impidiera el comercio de la madera y el aceite y aprobara unos Planes Maderológico y Oleícola con la loable intención de llevar la madera y el aceite 'de ahí donde sobra a allí donde falta', las comunidades se pelearían con el Gobierno, habría manifestaciones y sufriríamos frecuentes restricciones de madera y aceite.

El agua en España es un recurso escaso, por lo que asignarla por medio de instituciones políticas -Gobierno, Consejos, Parlamento, etcétera- no tiene ningún fundamento, salvo el de la inercia. Siempre se ha hecho así, pero ahora deberíamos cambiar porque ya sabemos por la experiencia comunista que los planes que no dejan a los individuos comerciar, producen esa combinación peculiar de escasez del bien y de exceso de inversión que no se da en los sectores donde se deja operar al mercado. Mientras en España no se permita su comercio, seguirá escaseando el agua y seguirá sobrando cemento en inversiones hidráulicas.

Sólo después de conocer el valor del agua se podrá saber qué obras son necesarias para transportarla. Si el Gobierno dejara comerciar con el agua como ya sucede con el aceite, la sal, el dinero, la madera, las naranjas, los coches, los periódicos, etcétera, no serían necesarias obras como la del trasvase del Ebro. La experiencia de los países que dejan intercambiar el agua nos dice que son innecesarias las obras faraónicas, que los trasvases se producen exclusivamente entre zonas próximas y que las tecnologías más baratas se imponen sobre las más caras elegidas por los planificadores para mayor gloria y beneficio propio.

Esto no significa que el Estado no tenga nada que hacer en el sector del agua y que todos los problemas del agua vayan a ser resueltos milagrosamente por el mercado. El nivel de protección medioambiental o la corrección de los problemas de distribución de riqueza que plantearía la introducción del mercado del agua sólo pueden ser resueltos por decisiones políticas. Pero estas intervenciones públicas, absolutamente necesarias en todos los sectores productivos, son distintas de la de asignar el uso del agua a unos u otros españoles. El medio ambiente y otros objetivos públicos son más respetados cuando el Estado se concentra exclusivamente en su defensa y deja al mercado la asignación de recursos.

La experiencia soviética nos ha enseñado que la planificación central no sólo es económicamente ineficaz -produce escasez, colas y restricciones-, sino que es más destructiva del medio ambiente que el mercado. La razón es que el mercado evita el despilfarro, utiliza la menor cantidad posible de recursos, incluidos los naturales. El comercio del agua estimularía su uso racional. Los consumidores ahorrarían sin que se les obligase a ello y aumentaría la eficiencia en el suministro porque los vendedores estarían interesados, sin que nadie se lo exigiera, a reducir las pérdidas en las redes de distribución. El intercambio, al revelar el valor del agua, estimularía el uso de las técnicas de riego más eficientes, así como la depuración y reutilización del agua. Y dejaría de haber riñas y manifestaciones.

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