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EL DESAFÍO DE LA ANTÁRTIDA

Los científicos españoles que trabajan en la Base Antártica Española Juan Carlos I investigan en condiciones meterológicas extremas. Un trabajo duro pese a que la base sólo funciona en el verano austral, que va de diciembre a febrero.

Las zodiac navegan entre témpanos de hielo de todos los tamaños que flotan en el océano Antártico en torno a la isla Livingston. La navegación es peligrosa. Pero la Base Antártica Española Juan Carlos I depende, para todo el transporte, de esas embarcaciones de goma. Además, no hay muelle alguno y la llegada a la playa pedregosa, donde están las instalaciones, supone ya una pequeña aventura cuando hay que saltar de las zodiac a tierra. La vestimenta de frío y los obligados chalecos salvavidas dificultan la operación de desembarco. El agua esta a cero grados, o menos. Los pingüinos y las focas ni se inmutan.

El continente blanco durante el verano austral, en la zona de la península Antártica, no es necesariamente de ese color. La tierra oscura, las capas de ceniza procedente de un volcán cercano en los hielos y las piedras redondeadas por la acción de los glaciares se alternan con el blanco azulado de la nieve.

La estación Juan Carlos I es un grupo de contenedores, unos de color naranja y otros blanquecinos y está situada en una playa de piedras y líquenes a 12,5 metros de altura. 'Latitud: 62º 39' 46'' S; Longitud: 60º 23' 20' W', informa un cartel. Allí la vida es dura durante los tres meses -de diciembre a febrero- que permanece abierta para alojar a los científicos de diferentes programas de investigación. Cuando llega el largo y duro invierno austral las instalaciones se cierran. Sólo un puñado de las ochenta bases repartidas por la Antártida son habitables todo el año. Pero verano aquí sólo quiere decir que, con las debidas medidas, con prudencia constante y con grandes dosis de pasión, interés y deseo de aventura, se puede sobrevivir y trabajar.

'Esta semana, con el terrible temporal que hemos tenido, no hemos podido salir de las instalaciones. Ir del comedor a los laboratorios, a escasos 30 metros, era luchar contra el viento huracanado', cuenta Pilar Flores, que se ocupa de tomar datos meteorológicos, medir la radiación ultravioleta, elaborar los partes y facilitar los datos para la red mundial de observaciones de la Organización Mundial de Meteorología. Las 17 personas que hay ahora en la base (6 científicos y 11 técnicos de apoyo) no han podido salir a trabajar durante la ventisca, y sólo han abandonado las instalaciones para realizar alguna reparación urgente de los destrozos que el vendaval iba produciendo. Las duras condiciones meteorológicas también han mantenido aislado al buque oceanográfico Hespérides y el buque de apoyo Las Palmas, capeando el temporal en la bahía y sin poder bajar nadie a tierra firme.

Al final de la semana, la rutina ha vuelto a la base. Las horas de desayuno comida y cena reúnen a todo el personal en el comedor en torno al cocinero Arturo Gallo. Él llegó aquí a principios de diciembre con todos los suministros de comida, bebida y productos de limpieza para tres meses y sólo ha completado la despensa con dos envíos de frutas y verduras.

José Agustín García se pone todos los días la vestimenta de montaña y sube a pico Reina Sofía a recoger datos de los sensores de temperatura del suelo helado (permafrost) y del aire. En invierno quedan instalados unos equipos automáticos que toman medidas cada cuatro horas y que acumulan los registros hasta que se abre la base al llegar el verano austral. Así, los científicos saben que la temperatura más baja se ha registrado en agosto (18 grados centígrados bajo cero), mientras que ahora ronda entre -2 y 2 grados, explica García.

En el collado del Reina Sofía hay un pequeño refugio que sirve de base para las motos de hielo. Son los vehículos imprescindibles para trabajar en los glaciares. El paisaje es intenso, con los crujientes glaciares agrietándose a final del verano, asomados a la costa, desplomándose en el mar y llenándolo de témpanos.

Los científicos del programa Georadar 2001 miden la dinámica de los glaciares, los desplazamientos y velocidades de las lenguas de hielo compacto. Llevan años siguiendo la evolución de estas gigantescas masas blancas. Ahora, finales de febrero, van con prisa. Quieren tomar todos los datos posibles porque no podrán volver hasta finales de año.

La vida en la base exige buena organización y a cada cual, sea científico o técnico, le corresponde un turno de servicios aproximadamente cada ocho días. En la zona de vivienda está el comedor, una sala con vídeos -ya que no llega la señal de televisión-, cocina, despensas, varios camarotes con literas, servicios con lavadora y secadora y una habitación dedicada a informática y comunicaciones. Correo electrónico, teléfono y fax por satélite, una radio por la que se hace al menos una conexión diaria con el resto de los españoles en la zona (Hespérides, Las Palmas y BAE Gabriel de Castilla), mantiene a los técnicos y científicos conectados con el mundo.

Los radiotransmisores portátiles son imprescindibles y su uso obligatorio para todo el que se aleje algunas decenas de metros de las instalaciones. Por supuesto, para cualquier excursión se exige que vayan al menos dos personas y con transmisores. Vivir aquí es peligroso y difícil. Y no sólo se trata de sobrevivir, sino, sobre todo, de realizar programas de investigación.

La base está formada ahora por 16 contenedores de almacenes, generadores, habitaciones y laboratorios, algunos con paneles fotovoltaicos para aprovechar la energía del sol. Al principio, hace más de una década, había sólo ocho. Este año, además, se han probado dos igloos de fibra como pequeños dormitorios.

El mar, tan cerca de la estación Juan Carlos I, exige la atención de los científicos. Para recabar datos sobre la ecología marina, España participa desde hace unos años en un programa del comité científico internacional para la Antártida SCAR.

Daniel Alcoverro se ocupa de hacer, para este proyecto, dos sondeos en el mar cada pocos días. Mide parámetros como temperatura, salinidad y profundidad en el agua, y toma muestras de nutrientes, clorofila, plancton, etcétera. Para hacer los muestreos tiene que salir en zodiac por unas aguas llenas de témpanos y bordeadas de glaciales. El trabajo es duro, pero el paisaje debe compensar.

'En la base el propósito número uno es la ciencia, sin ella no existirían estas instalaciones', afirma Jordi Sorribas, director de la BAE Juan Carlos I. 'De cara al futuro... creo que sería convertir esta base en un centro para trabajar en otras islas, y no sólo ceñirnos a Livingston; es algo que estamos empezando a conseguir este año con la autonomía que nos da el Las Palmas para la logística'.

En una piedra, una pequeña placa recuerda a los pioneros que el 27 de diciembre de 1986 instalaron en ese lugar el primer campamento antártico español, del Consejo Superior de Investigaciones Científicas: Antonio Ballester, Josefina Castellví, Juan Rovira y Agustí Julia.

Agua, reciclado y energías alternativas

En la BAE Juan Carlos I se recicla todo y lo que no se puede reciclar se retira como basura en barco y se tira fuera de la Antártida. Son normas obligatorias del Tratado Antártico y el Protocolo de Madrid para todas las bases en el territorio. Hace pocas semanas, se presentó un grupo de inspección sorpresa. El resultado fue muy bueno, explica Daniel Alcoverro, técnico de la base. Él está satisfecho del tratamiento de residuos, pero cree que se puede mejorar la depuración de agua. Alcoverro mide a la semana 15 parámetros del agua en tres puntos: antes de entrar en la base, en la primera fosa y a la salida. Luis Arribas, del Instituto de Ciemat (Centro de Investigaciones Energéticas, Medioambientales y Tecnológicas), prepara mediciones del viento en invierno. No hay datos hasta ahora y es importante para mantener vivos los aerogeneradores que ayuden a las baterías a suministrar energía durante el largo invierno para las estaciones automáticas de sismología y de meteorología que almacenan información de marzo a diciembre en la estación desierta. 'El temporal ha causado esta semana destrozos en las instalaciones', explica Arribas. 'El viento alcanzó velocidades de 26 metros por segundos. Para la Antártida hacen falta construir con diseños especiales o reforzados que aguanten en esas condiciones meteorológicas'.

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