Algunas puntualizaciones al debate sobre el futuro de las pensiones
El autor propone una alternativa mixta, que incluya un sistema público y obligatorio de reparto, otro obligatorio y público de capitalización, más un tercero, voluntario y privado de capitalización.
El debate actual sobre el futuro de las pensiones parte de una premisa contrastada. De acuerdo con las tendencias demográficas actuales extrapoladas a 2050, el actual sistema de reparto sería inviable financieramente, ya que la población mayor de 65 años, que hoy representa el 26% de la población en edad de trabajar (es decir, entre 16 y 64 años), podría alcanzar más del 60% de la misma en 2050, con lo que si actualmente hay 1,9 cotizantes por cada pensionista, en dicho año esta proporción podría llegar a ser uno e incluso menor de uno y el sistema podría incurrir en un déficit creciente entre cotizaciones y prestaciones que en 2050 podría alcanzar más del 6% del PIB.
Como solución a este problema, unos expertos proponen sustituir el sistema público de reparto por otro público de capitalización gestionado privadamente, similar al establecido en Chile hace 18 años, Argentina y México, más recientemente, mientras que otros creen que el sistema de reparto no debe cambiarse y que hay que intentar hacerlo viable aunque sea asignando mayor presupuesto o reduciendo la prestación.
Será mejor el sistema que aumente más el crecimiento y el bienestar social
Personalmente no estoy de acuerdo con ninguna de las posturas. Prefiero una solución mixta, para lo que considero necesario hacer una serie de puntualizaciones.
En primer lugar, la viabilidad del actual sistema de reparto se puede mejorar, aunque nunca asegurar, si se consigue que en los próximos 50 años la economía española tenga una tasa de crecimiento del PIB más elevada. ¿Cómo se consigue aumentar la producción y, por tanto, la renta disponible para el pago de las pensiones? Aumentando la oferta de trabajo y el número de empleados y la productividad de cada uno. Para lo primero es preciso reducir el número de pensionistas adecuando la edad de jubilación al aumento de la esperanza de vida. Habrá que ir paulatinamente aumentando la edad de jubilación hasta los 70 años, e incluso más en el futuro, y además eliminar cualquier incentivo a la prejubilación. En segundo lugar se debe aumentar el número de personas activas, es decir, la proporción de cotizantes respecto de la de pensionistas. Para ello hay que profundizar en la reforma laboral, facilitando mucho más el empleo a tiempo parcial, favoreciendo los contratos indefinidos con menores costes de despido y reduciendo los impuestos sobre el trabajo. Habría que intentar pasar de una tasa de empleo del 58% de las personas en edad de trabajar a otra de más del 70%. En tercer lugar se debe aumentar la inmigración y, por tanto, los cotizantes, para lo que es necesaria una política más flexible. En los últimos años, España está acoge unos 30.000 inmigrantes/año y habría que aumentarlos progresivamente para evitar que la población en edad de trabajar disminuya, llegando a entradas anuales de más de 300.000. Finalmente, aumentar la tasa de fecundidad a través de subvenciones mucho mayores por hijo y de mayores facilidades para ayuda doméstica. Se estima que en la UE un aumento de la oferta de trabajo del 10% aumentaría el PIB potencial a largo plazo un 7%.
La productividad se puede aumentar con más inversiones en capital físico (maquinaria, infraestructuras...), humano (educación y formación) y en tecnología (investigación y desarrollo). Se ha calculado, para la UE, que un aumento del stock de capital físico del 10% generaría un incremento del PIB del 3%. Lo mismo se puede decir del capital humano y la tecnología.
La clave está en generar mayor producción y renta, ya que todos los ingresos para pagar las futuras pensiones provienen de la misma fuente: la renta de las familias y de las empresas. El sistema de reparto se financia por impuestos o contribuciones sobre los beneficios de las empresas y las rentas de las familias. El sistema de capitalización se financia con las rentas no consumidas tras pagar impuestos, es decir, con el ahorro. Es decir, todas las pensiones son pagadas con los frutos de la producción corriente y todos los sistemas son, en última instancia, de reparto.
En segundo lugar, se debe de plantear la bondad de uno u otro sistema. En principio, será mejor el sistema que aumente más el crecimiento y el bienestar social y que sea más barato y eficiente.
En los sistemas de reparto, la tasa de retorno es igual a la tasa de crecimiento real del empleo más la tasa de crecimiento de los salarios reales medios (descontada la inflación) que cotizan. Por el contrario, en los sistemas de capitalización la tasa de retorno es el rendimiento real de la inversión de los activos financieros acumulados. Siempre que el rendimiento real de la inversión financiera sea superior al crecimiento real del PIB o de la Renta Nacional, el sistema de capitalización sería preferible. De hecho, esto es lo que ha pasado en los últimos 20 años, con lo que, con un sistema de capitalización se hubieran podido pagar pensiones mucho más elevadas.
Ahora bien, esto no tiene porqué ocurrir indefinidamente, por varias razones. Primero, porque en este periodo los fondos de capitalización se han acumulado, por motivos demográficos, sin apenas prestaciones; los mercados se han liberalizado y los tipos de descuento han caído, aumentando la rentabilidad de las inversiones financieras. Sin embargo, en estos últimos meses ha aumentado el coste del capital y se ha reducido su rendimiento, con lo que el PIB real ha empezado a crecer en mayor medida que el rendimiento real de la inversión.
Segundo, por una razón política. Si los rendimientos del capital continúan creciendo por encima del PIB mucho más tiempo, los rendimientos del trabajo perderán cuota de participación en el PIB frente a los beneficios y otras rentas del capital. Este hecho provocará reacciones de los trabajadores que llevarán a mayores demandas salariales.Por esta causa, el reparto o distribución 'funcional' del PIB entre el rendimiento del capital y del trabajo tiende a ser más estable a largo plazo en los países desarrollados.
Tercero, existe una razón económica. Si los rendimientos de los fondos de pensiones capitalizados superan el crecimiento del PIB, habrá un momento en que las disponibilidades líquidas monetarias serán mucho mayores que los bienes y servicios disponibles, con lo que se generará una mayor inflación, que tenderá a reducir su rendimiento real y su poder de compra, que es el que interesa al pensionista.
Sin embargo, para hacer una comparación equitativa hay que tener en cuenta sus riesgos, su coste relativo y los de transición de pasar del sistema de reparto al de capitalización. En cuanto a riesgos, tanto el sistema de reparto como el de capitalización están sujetos a 'choques' reales comunes como los demográficos o los macroeconómicos, que afectan al crecimiento; pero, además, los de reparto están sujetos a riesgos políticos (reducción de pensiones o aumento de cotizaciones) y los de capitalización a riesgos de gestión (por incompetencia o fraude) y de mercado (por volatilidad o hundimiento de las cotizaciones). Éstos significan que los trabajadores que se retiraron en diciembre de 1999 saldrán mejor parados que los que lo han hecho al final de 2000. Lo mismo ocurre con los que lo hicieron antes o después del hundimiento de las bolsas en la Gran Depresión o en octubre de 1987. Los pensionistas que salen perjudicados por tener rendimientos peores no sólo protestarán frente a los gestores de los fondos, sino que pedirán al Estado que les compense. Si, por motivos políticos, el Estado aceptara la reivindicación, no sólo se retornaría al reparto, sino que se generaría un problema de 'riesgo moral'. Si los partícipes de fondos saben que el Estado va a compensarles ahorrarán menos y pedirán inversiones más especulativas y de mayor riesgo.
En cuanto a los costes relativos de ambos sistemas, la evidencia empírica demuestra que los costes administrativos de la gestión de los fondos de capitalización son necesariamente más elevados por su mayor complejidad. Se estima que en Estados Unidos suponen el 20% de una pensión acumulada a lo largo de 40 años, y en el Reino Unido, México y Chile llegan al 30% del valor de cada cuenta individual. Además, una parte de los costes de administración son fijos y, por tanto, afectan más a los fondos individuales más pequeños. Por el contrario, el sistema de reparto es mucho más sencillo de gestionar y tiene mayores economías de escala, con lo que su coste tiende a ser menor (aunque tiene una mayor probabilidad de fraude por parte de los pensionistas, lo que aumenta su coste). Naturalmente, tener mayor capacidad de elección y una gestión más individualizada cuesta más caro que asignar ingresos corrientes.
Finalmente, pasar de un sistema de reparto a otro de capitalización tiene costes, ya que exige que los cotizantes sigan contribuyendo al sistema de reparto para pagar las pensiones de los jubilados, mientras que, al tiempo, ahorren para contribuir a un fondo de capitalización personal para poder cobrar pensiones futuras. Es decir, si se toma la decisión de reemplazar uno por otro los trabajadores cotizantes salen perdiendo y los pensionistas, ganando. Ahora bien, si se continúa con el sistema de reparto y éste no es viable en el futuro, ocurrirá lo mismo, los pensionistas saldrán ganando, y los cotizantes, perdiendo. Lo lógico es que esta falta de solidaridad intergeneracional tenga que resolverse de una forma equitativa por el Estado. En el caso de Chile, el Estado contribuyó a capitalizar la transición con un fuerte aumento de su deuda, que era mínima, con lo que ayudó a resolver temporalmente el problema, ya que lo que hizo es adelantar el dinero a la generación cotizante actual a cambio de trasladar el problema de pagar la deuda y sus intereses a ésta y a otras generaciones futuras. Argentina financió la transición con ingresos de las privatizaciones, lo que equivale a lo mismo, ya que al privatizar vende un activo al valor presente del flujo descontado de ingresos futuros, que habrá que sustituirlos con otros ingresos o con mayores impuestos sobre ésta o futuras generaciones.
Esos ejemplos no son fácilmente aplicables a los países europeos. Primero, porque, a pesar de los ingresos obtenidos por las privatizaciones, tienen un endeudamiento medio de más del 60% del PIB y el Pacto de Estabilidad les obliga a reducirlo. Segundo, porque los niveles medios de las prestaciones son mucho más elevados que en Latinoamérica, y tercero, porque las estructuras demográficas son las contrarias a Chile, Argentina o México, donde la población en edad de trabajar es muchísimo mayor y la mayor de 65 años es muchísimo menor que en Europa, con lo que el coste de transición sería mucho más elevado.
En definitiva, si se tienen en cuenta los costes de transición, los riesgos y los costes de administración, las tasas netas de retorno histórico tenderían a ser más similares, aunque en un caso, además de la rentabilidad, existe un fondo tangible de activos y en el otro no, lo que hace más atractiva la alternativa de capitalización.
Finalmente, el argumento de mayor peso para optar por el sistema de capitalización es que el de reparto tiende a reducir el ahorro privado nacional mientras que el de capitalización tiende a aumentarlo y, por tanto, puede estimular más el crecimiento a largo plazo y el bienestar de los ciudadanos. Ahora bien, hay que matizar este argumento. Primero, porque el aumento del ahorro se da durante la acumulación del fondo; posteriormente, el ahorro como contribuyente tiende a igualar el desahorro como pensionista. Segundo, porque el ahorro dependerá de si el aumento del ahorro obligatorio es compensado o no por un desahorro voluntario. Tercero, porque para que tenga un efecto en el crecimiento tiene que traducirse en más y mejor inversión, y finalmente, tiene que contribuir a un mayor y mejor sistema financiero.
Estas premisas se han dado con éxito en Estados Unidos y en el Reino Unido y, en menor medida, en Chile, lo que hace que la experiencia avale las ventajas del sistema de capitalización, sin que en todo caso sea una panacea.
A la vista de estos argumentos, probablemente la mejor solución sea buscar una alternativa mixta, con un sistema público y obligatorio de reparto para atender a unas pensiones básicas, otro obligatorio y público de capitalización, gestionado privadamente, para complementar el primero y, finalmente, otro voluntario y privado de capitalización y gestión privada, como el que ya existe en España, con los planes de empleo e individuales.
Guillermo de la Dehesa es presidente del CEPR (Centre for Economic Policy Research).
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