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Barral, Carlos

Cuando haya una voz que, finalmente, llame a todos los muertos, que no en tumbas sino en la mar reposan, uno de los primeros en ser nombrados será Barral, Carlos. En diciembre pasado hizo sólo once años que murió.

En 1957, antes de que se pusiese a existir la Escuela de Barcelona, Carlos Barral publicó un libro (Cantalapiedra, Santander) llamado Metropolitano. Son cinco poemas largos, insólitos entonces y quizá más aún ahora. Es un libro con un tema que no tiene la vida del poeta como objeto de comentario ni, por consiguiente, se ocupa de las constringentes moralidades a que la vida de éste, al fin y al cabo héroe, se halla sometida. En Metropolitano se cuenta un viaje, quizá inicialmente involuntario, a los subterráneos de la ciudad, a la red de grietas que la sustenta. El viajero no cuenta con guía alguno y el circuito, obscuro y plagado de trampas, no tiene un final feliz. Pero sí una enseñanza: 'Hemos edificado sobre grietas'. A mediados de los años cincuenta del siglo pasado era precisamente en las ciudades donde empezaban a notarse los efectos de la gran transformación capitalista. Se habían reconstruido las ciudades europeas, sobre todo alemanas, destruidas, durante la guerra, por bombardeos masivos desconocidos antes y campesinos de todas partes, refugiándose de otra destrucción sin precedentes, la del medio agrícola tradicional, acudían a ellas haciéndolas crecer como injertos arrolladores. Pues bien, entonces, justo antes de que toda esta nueva y densa urbanidad fuera eufóricamente valorada, Carlos Barral había examinado los tortuosos fundamentos de la ciudad. Todo este mundo nuevo era resultado, la guerra incluida, de violencias ejercidas con creciente inteligencia y criterio con tal de establecer automatismos y disciplinas en los órdenes sociales jamás antes alcanzados. Portillos automáticos, los llama Barral. Y se hace la pregunta: '¿Hemos sido una especie?' Pero esta ciudad, de subterráneos espantosamente visitables, es, a su vez, metáfora del proceso mismo de civilización -Barral al entrar en el metro entra también en las cuevas de la prehistoria- que quizá deba entenderse como continua degradación. La filiación no sólo formularia con La tierra baldía de T. S. Elliot, publicada en 1922, es clara. Sólo que el, llamémoslo así, pesimismo sobre la mejora de la especie de T. S. Elliot se expresa en una gama de referencias más genéricas. Barral, en cambio, busca describir las razones de esta percepción pesimista sólo en la ciudad convertida en su propio subsuelo, vuelta del revés. De hecho, en un viaje inseguro de tren subterráneo al que le acechan pausas, parones sorprendentes, inesperados, como de muerte.

'Metropolitano' prueba que hubo una vida anterior de Carlos Barral a la llamada Escuela de Barcelona

Este tipo de ejercicio poético puede fácilmente resultar banal. El discurso sobre la incongruencia o no correspondencia entre el progreso técnico y el moral produce, a menudo, todo tipo de escrituras detestables, llenas, incluso, de idioteces. Pero también textos extraordinarios como el de Elliot o el de Barral. Imaginación, fantasía y precisión léxica, congruencia conceptual, disposición armónica de los bloques de narración, selección de las metáforas y jerarquías entre ellas, contrapunto, es como lo hace Barral. Que yo conozca, nunca en la poesía española moderna se ha contado una desilusión tan grande, ni una tan atroz revelación de lo que hay en el centro de la trama de la ciudad, como signo de civilización, europea. Cómo llegó Barral a concebir toda la narración y crear, con frialdad de orfebre, el lenguaje para sostenerla y hacerla plausible, es algo que desconozco. Seguramente los del ramo de la literatura tendrán medida y analizada esta maravilla. No lo sé. Casi nunca, sin embargo, en los artículos que pude leer el año pasado, conmemorando el décimo aniversario de su muerte, se mencionaba singularmente Metropolitano. Me ha parecido, pues, conveniente destacar este libro, puesto que prueba que hubo una vida anterior de Carlos Barral a la llamada Escuela de Barcelona y que la experiencia que la nutrió fue breve como el espanto de un tren, de repente, detenido entre estaciones. El tono de la narración resulta, pues, tan irrepetible como la iluminación que lo produjo. Es un tono recitativo con pausas inesperadas y encabalgamientos sólo comprensibles para quien, solitariamente, en voz alta reproduzca los versos. La lengua es un castellano -no el español de escuela- sometido a una presión expresiva colosal con soluciones que, justamente, el gran artificio gongorino permitía. También el coloquio casual es utilizado como aparente alivio al riguroso engarce expositivo.

Todo esto queda muy lejos, en mi opinión, del tipo de literatura que habitualmente se considera, yo no sé si juiciosamente, contemporánea de la 'divina izquierda' que tanto bien intelectual le ha hecho al país. Que yo sepa nadie más repitió el viaje a la desesperación intelectual que hizo Carlos Barral. Aquel mundo nuevo que, con imprudencia, se percibía jovialmente era, bien mirado, una tierra baldía, una ciudad por cuyos intersticios circulaba furiosa una crueldad sobrevenida. Quedaban, no obstante, en Metropolitano reflejados, fragmentos de una vida anterior y verdadera -'crece el trigo del hombre/verde galante, en punta sobre el río...'- más bella y para siempre perdida, como islas a las que no se sabe volver. Lo vi, casualmente, por última vez en una estación de tren. Habíamos hecho, sin saberlo, el mismo viaje nocturno. En el revuelto andén de la madrugada nos deseamos salud, algo que ninguno de los dos teníamos. Comentamos brevemente que el Orient Express ya no era lo que había sido. Le vi marchar, después, erguido pero vacilante como si tuviera un aire de cara. Se perdió en las bocas de cruda luz. Un agente secreto, de golpe, anciano.

Miquel Barceló es catedrático de Historia Medieval de la UAB.

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