El vino
Las cuestiones metafísicas me traían de cabeza cuando era chaval. Ocurría especialmente con el sacramento de la comunión, en el que me obligaron a creer sin darme explicación alguna sobre su carácter simbólico. Así, ante mis ojos de niño, el sacerdote que oficiaba la misa aparecía como un mago capaz de convertir por arte de birlibirloque una simple galleta de oblea en nada menos que el cuerpo de Cristo. Puede que los mayores contemplaran aquello como un episodio más de la rutina ceremonial, pero el prodigio presentaba todos los componentes escénicos para desatar el asombro y la curiosidad en una mente infantil. El altar majestuoso, el cáliz que imaginaba de oro macizo al igual que la custodia, que suponía recubierta de valiosa pedrería. A cada lado, un monaguillo de blanco y rojo, y en medio, vestido con su deslumbrante casulla, el mago que obraría el milagro. En el trance de la consagración, sólo la campanilla rompía el silencio. El sacerdote elevaba solemnemente la hostia al tiempo que los fieles agachaban la cabeza en señal de respeto. Rara vez resistía, sin embargo, la tentación de alzar siquiera unos instantes una tímida mirada en el intento de captar algún rayo luminoso o cualquier otra prueba física de la portentosa conversión de aquel sencillo compuesto de hidratos de carbono en la esencia de Dios.
Si la transformación de sólidos me fascinaba, para qué hablar de la que se producía con el vino y el agua en la sangre de Jesús. Hasta dónde llegaría mi ingenuidad que en el colegio me gané una bofetada por preguntar al cura si aquella sangre sabía igual que cuando te chupas la herida al cortarte un dedo. Con semejante empanada mental pueden hacerse una idea de lo que supuso el que un compañero meapilas me introdujera en la sacristía para una cata clandestina del vino de los milagros. Fue apenas un trago, pero me pareció gloria bendita. Recuerdo que aquello contribuyó a incrementar mi fe y recuerdo también la pregunta que entonces le formulé al improvisado anfitrión: ¿la sangre de Cristo emborracha? No hubo tiempo para que el meapilas contestara. Vi que le cambiaba la cara y deduje de inmediato que nos habían pillado con las manos en la masa. El tufo a sotana que llegó de atrás fue el prólogo que anunciaba la segunda bofetada sacerdotal. Sin embargo, nunca supe si me la dio por estar donde no debía o por considerar blasfemo el interrogante.
Casi cuarenta años he tenido que esperar para obtener respuesta. Y no han sido los teólogos quienes han contestado, sino una pareja de la Guardia Civil de tráfico destinada en Galicia. Apostados en un cruce estaban los agentes del cuerpo provistos de medidores para detectar el exceso de alcohol en sangre de los conductores. Era domingo y, entre otros, pararon a un individuo cuya conducción debió parecerles sospechosa. Le pidieron que bajara del vehículo y soplara en el alcoholímetro. La prueba dio altamente positiva. Los agentes pensaron de inmediato en las tazas de Ribeiro que pudiera haber ingerido el infractor, pero antes de que tuvieran tiempo de sacar la libreta de las multas escucharon una explicación que les dejó atónitos. El conductor se identificó como Luis Rodríguez, un cura que tenía a su cargo varios municipios pequeños de la zona. Según relató don Luis, en las fiestas de guardar se veía obligado a oficiar tantas misas y en pueblos diferentes que terminaba la jornada laboral en estado de embriaguez. Los miembros de la Benemérita, hombres temerosos de Dios, no se atrevieron a multarle. ¿Cómo meter un paquete a un sacerdote por embriagarse a golpe de consagración? ¿Cómo sancionar la excesiva presencia en la sangre de un brebaje que el sacramento convierte en divino? Le rogaron tuviera la máxima precaución y permitieron que siguiera su camino hacia una parroquia cercana donde se tomaría la espuela.
Ya no cabe ninguna duda: el vino de misa emborracha, emborracha antes y después de la ceremonia, sin que ello le reste trascendencia y solemnidad alguna. Qué fácil hubiera sido explicármelo de crío con la naturalidad del cura gallego. Y es que ese párroco, además de hacer horas extras en la iglesia, permite a su feligresía que acuda al templo disfrazada en las fiestas de carnaval. Es más, en la última celebración, uno de los monaguillos iba vestido de obispo, y el otro, de demonio. Es mejor participar de la mascarada que dar bofetadas por preguntar.
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