Perfume de violetas
No son violetas envenenadas, como en Adriana Lecouvreur, las que utiliza la señorita Cristina para iniciar su ceremonia de seducción, de no ser que se entienda metafóricamente su perfume como el veneno de la ópera que vuelve a plantear Luis de Pablo, el signo de un camino sin posible retorno por los territorios de un género que sigue reafirmando sus variantes creativas sin renunciar al soporte de la expresión dramática, al valor supremo de la emoción artística.
Luis de Pablo está ya muy curtido en los vericuetos de la música teatral, y no es extraño que consiga con La señorita Cristina su título operístico más redondo, en base sobre todo a un tratamiento orquestal colosal, en que la tensión musical desemboca con naturalidad en tensión dramática y el clima de misterio, de encantamiento, no es un ejercicio virtuosista de estilo al servicio de no se sabe qué, sino un medio para explorar los conflictos del ser humano a través de la música.
El compositor bilbaíno da un valor superlativo, despojado, a la palabra, con un tipo de canto fundamentalmente declamatorio, en función de la transparencia. La organización de los contenidos literarios es un modelo de precisión y, en ese contexto, la variada paleta tímbrica, rítmica y estructural de climas orquestales asume la responsabilidad de reflejar los sentimientos, en un conseguidísimo equilibrio entre dramaturgia y musicalidad. La ópera, esa combinación extraña de texto, teatro y música mostraba, renovada, su posibilidad y su sustancia.
La concentración y dosificación de los recursos expresivos en La señorita Cristina es admirable. Hay hechizo sin ningún tipo de ostentación, sobriedad sin esquematismos, esencia dramática sin purpurina. Y hay un continuo clima de fascinación por la historia a través de su resolución teatral y musical. El perfume de las violetas se muestra, en efecto, irresistible.
A ello contribuyeron, y en qué medida, los intérpretes. José Ramón Encinar está espléndido como director de orquesta, al frente de una Sinfónica de Madrid en día de gracia, asumiendo con fortaleza y decisión el reto de una obra de extrema dificultad. Sobre una escenografía inquietante, en clave de realismo fantástico, del pintor José Hernández, Francisco Nieva maneja convencionalmente los hilos del teatro entre la prioridad de contar y las evocaciones de atmósferas espectrales y oníricas. El reparto vocal convence en su totalidad, aunque habría que hacer una mención especial al personaje de Simina asumido de forma deslumbrante por la soprano Arantxa Armentia.
El público del estreno siguió la representación con atención y curiosidad. Los aplausos finales se acrecentaron al salir el compositor a escena a saludar. La señorita Cristina es, seguramente, el espectáculo intelectualmente más sugerente en lo que va de temporada en el Teatro Real.
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