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SAQUE DE ESQUINA | La jornada de Liga | FÚTBOL
Columna
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'Labio partido'

Estaba Paco Gento con la mirada perdida en un banderín de córner de la Ciudad Deportiva, sin duda el banderín izquierdo, cuando saltaron al campo dos equipos juveniles. Uno era el Real Madrid, y el otro, una cuadrilla de forzudos alemanes que venía de ganar la Liga de su país y de vaciar las salchicherías de la época. De pronto Paco dejó de rumiar su propia vida y pareció animarse: el central del Madrid, un muchacho seco y renegrido, mantenía un desigual duelo con el delantero centro alemán. Lidiaba con un bisonte rubio que, engallado en su metro-noventa y armado de sus noventa kilos de molla, le soplaba el remolino del cogote con un cargante gesto de superioridad. Un cuarto de hora más tarde, el alemán tenía las piernas desolladas, y su adversario, sin un solo gesto de arrogancia ni de impaciencia, empezaba a meterle un caño tras otro con la seriedad de un enterrador.

-¿Quién es ése?, preguntó Gento.

-El hijo de tu amigo Sanchís.

-Pues va a ser tan bueno como su padre. Eso, por lo menos.

Manuel Sanchís, padre, había dejado para la historia del fútbol una cintura de goma, una musculatura eléctrica y sobre todo un gol imposible a Suiza en el Mundial de Inglaterra: una especie de relámpago rasante que empezó en la banda derecha, derivó hacia el palo y se fundió con las luces de los fotógrafos. Ahora, tantos años después, su hijo empezaba a asomar sobre el hombro de aquel gigante macerado en fútbol y tónico muscular.

Luego se alistó en la Quinta del Buitre y puso en aprietos a la cátedra. ¿Qué clase de jugador era aquél? ¿Qué hacía un virtuoso del regate descolgado en la defensa? ¿Por que se empeñaba en eludir la notoriedad? ¿Por qué usaba con cuentagotas su repertorio? Era un bicho raro que no había forma de catalogar.

En aquellos primeros años se camufló en las esquinas de la fama. Escondido bajo aquella enorme ceja que le valió el apodo de Concejal, aceptó en silencio las bromas del vestuario, se engalanó con las pinturas de guerra si había que convertir el área en territorio comanche, le puso los muslos al pil-pil al pobre Altobelli y, a base de regatear sobre la cuerda floja, consiguió un historial deslumbrante como futbolista y un merecido prestigio como funámbulo.

Hoy, cuando dice que se va, caemos en la cuenta de que fue uno de esos jugadores que nacen con el labio partido. Tenía el chirlo del éxito escrito en la cara.

Paco Gento lo había predicho. Manolo se limitó a cumplir la profecía.

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