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Columna
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La columna

Hay muchas razones para que un escritor hable del tiempo en sus columnas periodísticas. No me refiero al tiempo ambicioso, la sombra que huye por las metáforas de un poema barroco, el murmullo de los ríos que se deslizan por la filosofía para invitarnos a la presencia de un dios o de una nada. Lo mismo que soportamos muchas pinturas de dios, también son posibles diferentes versiones de la nada, y, en el fondo, esto es lo que caracteriza a nuestra época. Si la cultura clásica vivió sus fábulas sobre la mano abierta del politeísmo, nuestra época ha desbrozado las rutas del polivacío, las mil versiones ambiguas de la nada. Por eso estamos tan desorientados, y por eso nuestra desorientación alienta muy pocos gritos de verdadera calidad. Es preferible no gritar en estas circunstancias.

Las razones que invitan a hablar del tiempo pertenecen al mundo social de la climatología. Vivimos en un ascensor, bajo unas luces de vestíbulo impersonal, rodeados de extraños con los que no se puede hablar de otra cosa. La lluvia, el sol, los inviernos infinitos, la prisa de los almanaques y el cocodrilo insaciable de las mesas de trabajo son temas de ascensor, modos de llenar el hueco de un edificio cuando no tenemos nada que decirle al vecino del octavo. O cuando tenemos preguntas y reproches para callar, porque hemos aprendido a no nombrar la soga en casa del ahorcado y a comer con cuchara de palo en los festines del herrero. La condición humana insiste en sus costumbres de comedia latina y de tragedia griega, y los escritores corren el peligro de convertirse en profetas, en voces sermoneantes, en regañones de oficio. A la segunda indignación del mes con la comunidad de vecinos, es preferible pedir asilo en las divagaciones, hablar del tiempo, vender una vez más nuestra redacción sobre la nieve. ¿Y no es mejor callarse del todo? Debe tenerse en cuenta que esto se parece mucho a un trabajo y que un albañil no puede abandonar así como así sus ladrillos. Cuando a Clarín le reclamaron una definición de sus paliques, hizo bien en no coger el asunto por los cuernos de la luna: 'El palique no tiene más definición que ésta: un modo de ganarse la cena que usa el autor honradamente, a falta de pingües rentas'. Además, toda columna sobre el tiempo es un artículo de opinión disfrazado, una tesis hecha vida, una idea en forma de lluvia o de recuerdo.

Como el tiempo vuela, la escritura debe volar en las columnas, hacerse pura agilidad, conciencia de sí misma. En el principio de cualquier arte está la artesanía, el oficio, el valor que se le presupone al soldado. La columna es el soneto de la prosa, la capacidad artesanal de escoger una estructura y de hacer flexible el idioma con el uso de una mirada y de unos pensamientos. El orgullo mediático ha puesto de moda la simpleza de afirmar que la mejor literatura se escribe hoy en los periódicos. No es verdad, hay otros géneros en los que la literatura pasa de las palabras a los hechos. Este elogio desmedido esconde una vergüenza, y la columna es honradamente lo que es. Una escritura de convalecientes, un modo de ganarse la cena y una artesanía que a veces se transforma en arte. La columna sostiene el templo de las horas veloces.

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