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Columna
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Aquí y allí

Rosa Montero

Me cuentan que, en el entierro de su marido, la viuda de Pedro Carrasco gritó y se desmayó, exteriorizando su dolor de manera muy evidente. Un conocido mío sostiene que semejante comportamiento es abominable; y no es que sospeche que la viuda estuviera exagerando ante la prensa (lo cual hubiera sido desde luego asqueroso), sino que a mi amigo, que es un tipo intelectual y urbano, le espanta mostrar sus emociones. Cuanto más violentos son sus sentimientos, más los enmascara. Y no hay mayor violencia emocional que la que sentimos frente a la muerte.

Creo estar más cerca del comportamiento de mi amigo que del de la viuda de Carrasco y, sin embargo, siempre he admirado la eficacia de los ritos de muerte tradicionales. Hace años cubrí, como periodista, la llegada a un pueblecito de Huelva de los cadáveres de una decena de marineros que habían desaparecido en el Atlántico. El traslado de los féretros fue una verdadera orgía de dolor; la vida del pueblo se detuvo y por las calles aullaban literalmente las mujeres: las madres, las viudas, las hijas, las hermanas. Daban alaridos, enloquecidas, mientras las vecinas se afanaban en cocinar grandes pucheros de reconfortante sopa, un caldo amoroso y elemental que cuidaba de los cuerpos de los vivos mientras éstos bramaban por sus muertos. Recuerdo que pensé: qué alivio deben de sentir al gritar así. Estoy convencida de que un duelo tan elemental y tan salvaje tiene que ayudarte a aceptar lo inaceptable.

Uno de los problemas de la vida moderna es que hemos desalojado a la muerte del vecindario. Intentamos convertir nuestro fin en algo racional y civilizado, pero resulta que la muerte es una barbaridad incomprensible. Mi amigo tiene un hijo de ocho años que se llama Adrián. Se lo encontró un día llorando en un rincón y le preguntó que qué le ocurría. '¿Por qué nos tenemos que morir?', contestó el niño. '¡Yo aquí me lo paso súper! ¿Por qué me tengo que morir? Y allí, ¿hay algo allí?'. Ningún humano ha sabido contestar de modo definitivo estas simples preguntas. En esto todos somos como Adrián, niños asustados, atrapados entre el aquí y el allí. Y, la verdad, ante tanta oscuridad y tanta ignorancia parece mucho más natural gritar que pretender que el abismo no existe.

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