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Columna
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Tiendecitas

Como declaración de principios, intrascendente, declaro mi preferencia por el pequeño comercio, la tienda de ultramarinos finos, la droguería, el zapatero de portal, la ferretería, el despacho de frutas, la tasca, la tahona, la mercería, el carnicero de siempre, la pescadería en el mercado del barrio y el barbero. Pero soy consciente de que avanza hacia su desaparición, de forma inexorable y no sólo por el empuje y la competencia desigual que le plantean las grandes superficies, los oligopolios confundidos, asociados, acaparadores. He vivido los primeros años de mi larga vida en esta ciudad que inició, tímidamente, a comienzos del siglo anterior, el gran surtido de cosas en oferta. Los Almacenes Simeón, los Arias, los de San Mateo -si no lo veo, no lo creo- Sepu (Sociedad Española de Precios Únicos), que subsiste en la misma ubicación de la Gran Vía, ahora sólo el sótano y la planta de calle; incluso recuerdo, en el primer tramo de la carrera de San Jerónimo, junto a Lhardy, el inicial intento de venta de comida rápida, creo que se llamaba Presto o Pronto, y los bocadillos se obtenían introduciendo un real en la ranura de una máquina.

Luego vinieron los alevines de los gigantes: Sederías Carretas, predecesora de Galerías Preciados, y El Corte Inglés, una de las empresas más importantes y poderosas del país, salido de una valetudinaria sastrería en la calle de Rompelanzas. Varias veces por semana paso por las calles de Hortaleza y Fuencarral, en autobús o a pie, bajo hasta Sol, me llego a la plaza Mayor, por el placer de pasear por donde siempre pasaba con prisas, y observo cómo van desapareciendo aquellas tiendas que fueron la columna vertebral de la mesocracia madrileña. En la misma calle donde habito, una arteria de los viejos bulevares, se apagan las viejas referencias y apenas reconozco el diminuto comercio de artículos de electricidad, la vieja y desordenada librería donde su dueño sabe dónde están las cosas. Alguna vetusta floristería por los alrededores, la esquina que ocupa el comercio de perfumería y artículos de limpieza, donde van envejeciendo los emprendedores propietarios que conocí hace treinta o cuarenta años; el diminuto hueco, que abre incluso los domingos por la mañana, para despachar sin distingos pan, hortalizas, fruta, conservas variadas, fiambres, algunos quesos, huevos frescos, a la clientela fiel, esas señoras que bajan en bata y zapatillas a comprar en 'su' tiendecita.

He notado también que disminuye el número de estancos, antaño refugio de viudas y huérfanas de servidores del Estado. No gasto tabaco desde hace más de veinticinco años, pero allí solía comprar sellos de correos, ese certificado médico o el impreso oficial de un contrato de arrendamiento. Son lugares al borde de la extinción, como las papelerías y objetos de escritorio. Las que echan el cierre son sustituidas por la venta de teléfonos móviles, talleres de fotocopias o boutiques de lánguida existencia. Aducen los tenderos uno de los más conmovedores argumentos: fían a los clientes que han olvidado el dinero o piden una moratoria hasta fin de mes, se estila aún en muchos pueblos pequeños. ¡Bravo! Y lo hacen porque sobra la confianza en la honradez de la parroquia. Pero también confiesan que el negocio no da para contratar a un empleado. O sea, que, si se quiebra la tradición familiar, aquello vivirá lo que dure el amo.

Un combate desigual con los gigantes que -dicen- tienen su mayor beneficio en el movimiento de enormes capitales y las mercancías son mero soporte de operaciones financieras cotizadas en las bolsas de valores. Ahí la competencia es imposible, pero no es el único e insidioso campo. El comerciante de viejo estilo conocía el género con el que trataba, sabía comprarlo y, más importante aún, venderlo fuera del arca. Hoy, generalizando, la técnica mercantil no es una tradición, sino un aprendizaje, y vemos en los grandes almacenes que los jóvenes vendedores tienen avanzadas nociones de lo que les rodea, y si no, ahí están los jefes de planta. Es otra ventaja, como la de enviar lo adquirido a nuestra casa. ¿Qué pequeño comercio dispone hoy de un chico de los recados? Se ven letreros que solicitan aprendizas, pero me temo que sea un escalón amortizado, que llevaba implícito un noviciado que hoy se pasa en otras instancias. Me duele, nos duele a todos, pero son las cosas de la vida y del progreso, ¡qué le vamos a hacer!

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