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Tribuna
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Un año después de El Ejido

El autor asegura que tras los ataques a inmigrantes no se ha avanzado hacia la integración, sino más bien hacia el racismo.

Sami Naïr

Un año después de los sucesos de El Ejido, no sólo no ha cambiado nada allí sino que la situación global de la inmigración en España se ha deteriorado. Pensábamos que el choque psicológico provocado por las agresiones racistas en El Ejido iba a llevar al establecimiento de una verdadera política de integración y, en realidad, hemos asistido a un endurecimiento legal frente a la inmigración. Pensábamos que la clase política española iba a sacar provecho de lo que ha ocurrido en otros países evitando convertir la inmigración en un tema de debate político y, por el contrario, constatamos que la inmigración llena de forma obsesiva las pantallas de televisión, las portadas de los periódicos y los debates políticos.

Es una pena. Para todos. Hay varias razones que explican esta inútil dramatización: el cambio brusco del Gobierno respecto a la ley de 1999, una ley que, sin embargo, era justa sin hacer gala de laxitud; un proceso de regularización -en sí, siempre difícil- realizado de forma demasiado precipitada y difícilmente comprensible para aquellos inmigrantes que quedan excluidos; la trasmisión a la opinión pública de una serie de señales contradictorias ('No regularizamos pero no expulsamos', ¡un teorema que es mejor practicar que enunciar!); y, por último, una movilización de los propios inmigrantes que reviste las formas tradicionales (huelgas de hambre, etc.) en un contexto de no reconocimiento político. A ello se añade la demanda mediática de lo sensacional: pasional cuando se muestran las manifestaciones de inmigrantes y compasiva al apiadarse de las 12 víctimas ecuatorianas del accidente de Murcia.

¿Podía evitarse esta difícil situación? Estoy convencido de que sí. Y por eso, quiero repetir aquí que la inmigración no es y no debe convertirse en un problema político. Una auténtica política de inmigración no es ni de derechas ni de izquierdas: obedece, ante todo, a la justicia y al respeto del derecho imprescriptible del ser humano. No sólo es necesaria una ley justa y unas reglas del juego claras, sino también una visión de futuro para toda la sociedad. El papel pedagógico de los actores políticos es en este caso decisivo: deben demostrar, ante todo, un espíritu de responsabilidad, de realismo y de solidaridad ciudadana.

La inmigración en España plantea fundamentalmente tres cuestiones. En primer lugar, pone en evidencia la ausencia de una auténtica cultura de integración en materia de derechos de los extranjeros y de acceso a la nacionalidad. La actual Ley de Extranjería, a pesar de sus lagunas, intenta por primera vez avanzar en este campo. Sin embargo, comparada a la de otros países europeos (Francia o Alemania) sigue siendo bastante tímida. Nadie puede negar a las autoridades españolas el derecho a controlar los flujos migratorios según el interés del país y a mantener una política de control en la fronteras (acuerdos de Schengen). Del mismo modo, el procedimiento de regularización depende únicamente del derecho español. No existe una regla europea en este ámbito. Pero esta regularización ha sido realizada en unas condiciones poco favorables: no podía más que provocar los conflictos de reconocimiento de los derechos que surgen hoy por doquier. Es deplorable porque se podía haber puesto en marcha un procedimiento consensuado y comprensible para todos. Pero al menos se ha abierto un verdadero debate. Concejales, políticos, actores de la sociedad civil (sindicatos, partidos, asociaciones de inmigrantes) reaccionan ante esta situación. Si los escuchase, el poder político podría evitar muchas situaciones dramáticas. Nadie duda de que el Estado de derecho debe hacer respetar la ley, pero no debe ser ciego ante las imperfecciones de la misma.

En segundo lugar, hay que decir la verdad a los ciudadanos. Es la mejor manera de luchar contra la xenofobia. Así, pretender que se endurece la ley para evitar un 'efecto llamada' de trabajadores extranjeros debido a una supuesta laxitud jurídica supone, hoy en España, ocultar la verdad. Todo el mundo sabe que 'el efecto llamada' no procede, en este caso, de la ley, sino de la existencia de una importante economía sumergida que necesita mano de obra extranjera poco cara y sin derechos. Mientras las autoridades no emprendan una lucha seria contra los empresarios clandestinos, la inmigración clandestina continuará. Varias experiencias (en Italia, Francia y Holanda) muestran que es posible legalizar el trabajo clandestino proponiendo a los empresarios unos acuerdos aceptables para el equilibrio financiero de sus empresas. Es indudable que es necesaria una política de control de las fronteras. No obstante, debe verse compensada por una verdadera integración de los inmigrantes establecidos, por una lucha sin cuartel contra su explotación excesiva y por un trato riguroso de los comportamientos delictivos de algunos empresarios. Hay, además, al menos otras dos razones por las que es peligroso utilizar el argumento de 'efecto llamada': legitima el fantasma de 'invasión' que es tan fácil que surja sobre todo en una sociedad no acostumbrada a recibir trabajadores extranjeros; es contraproducente puesto que la inmigración existe, va a continuar y, sobre todo, porque España la necesita. Si hubiera que sacar hoy una lección, sólo una, de la experiencia europea durante los últimos años, yo diría que los responsables políticos deben aprender a sopesar sus palabras antes de pronunciarlas, pues las palabras tienen su eficacia político-simbólica, y al utilizar, sin ton ni son, fórmulas ambiguas crean problemas que saben perfectamente que no pueden resolver. Moral y política están en este ámbito indisolublemente ligadas. Los políticos que, por incompetencia o cinismo, manipulan el miedo sólo merecen el desprecio.

En tercer lugar, hay que enfrentarse con serenidad al problema de las representaciones de identidad. Hoy, según el Instituto Nacional de Estadística, la inmigración contribuye de forma importante al crecimiento de la población española (EL PAÍS, 18-12-2000). Estas mujeres y hombres vienen de todas partes. Pero, en el futuro, y por muchas razones, serán cada vez más los africanos y norteafricanos. Algunos observadores -cuando no se trata de responsables políticos- dan a entender que hay que favorecer la inmigración europea y suramericana, por razones de 'proximidad cultural'. Detrás de este eufemismo se esconde el racismo más hipócrita. La inmigración es, ante todo, una oferta en el mercado laboral y, por simple respeto a la igualdad humana, hay que conceder las mismas oportunidades a todos. Utilizar el argumento de la 'proximidad cultural' es tan pernicioso como negarse a emplear a un trabajador en razón de su color de piel o de su religión. Algunos responsables políticos tienen el valor de enfrentarse a esta cuestión, en la que todo el mundo piensa, pero que nadie se atreve a abordar con franqueza. Así lo ha hecho recientemente (La Vanguardia 19.01.2001) Jordi Pujol con valentía -lo digo con absoluta objetividad dado que no comparto sus convicciones políticas-. Sabedor de que la inmigración de confesión musulmana iba a crecer, y teniendo en cuenta los temores de una sociedad española no laica, plantea abiertamente la cuestión de si los 'musulmanes', en una sociedad de mayoría cristiana, pueden convertirse en ciudadanos como los demás. Y responde afirmativamente. Se trata de una iniciativa excelente porque enfrenta a la sociedad con una de sus obsesiones inconfesadas. En efecto, hay que explicar a los ciudadanos, sumidos desde hace 20 años en un complejo debate de identidad, que lo que debe determinar la identidad democrática moderna, más allá del origen étnico, de la cultura, de la religión y de la lengua, es, ante todo, el acceso a la ciudadanía. Ésta significa disponer de los mismos derechos y deberes. Y en este contexto, la diversidad debe ser mantenida. Abordar la cuestión de la identidad de forma democrática es ser capaz de afirmar que, blanco, moreno, negro o amarillo, -católico, protestante, judío, budista, musulmán o ateo-, estas determinaciones no deben, en ningún modo, ser un obstáculo para la vida en común. El logro más preciado de la democracia es no tenerlo en cuenta en el espacio público para vivir bien en el espacio privado. Y, por lo tanto, respetar la singularidad de cada cual.

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Un año después de El Ejido, estas cuestiones siguen en el aire. Pero el racismo, que no conoce más razón que la de la fuerza, sigue, por desgracia, progresando. Ante los dramas de hoy y de mañana, no se podrá decir que no se sabía.Un año después de los sucesos de El Ejido, no sólo no ha cambiado nada allí sino que la situación global de la inmigración en España se ha deteriorado. Pensábamos que el choque psicológico provocado por las agresiones racistas en El Ejido iba a llevar al establecimiento de una verdadera política de integración y, en realidad, hemos asistido a un endurecimiento legal frente a la inmigración. Pensábamos que la clase política española iba a sacar provecho de lo que ha ocurrido en otros países evitando convertir la inmigración en un tema de debate político y, por el contrario, constatamos que la inmigración llena de forma obsesiva las pantallas de televisión, las portadas de los periódicos y los debates políticos.

Es una pena. Para todos. Hay varias razones que explican esta inútil dramatización: el cambio brusco del Gobierno respecto a la ley de 1999, una ley que, sin embargo, era justa sin hacer gala de laxitud; un proceso de regularización -en sí, siempre difícil- realizado de forma demasiado precipitada y difícilmente comprensible para aquellos inmigrantes que quedan excluidos; la trasmisión a la opinión pública de una serie de señales contradictorias ('No regularizamos pero no expulsamos', ¡un teorema que es mejor practicar que enunciar!); y, por último, una movilización de los propios inmigrantes que reviste las formas tradicionales (huelgas de hambre, etc.) en un contexto de no reconocimiento político. A ello se añade la demanda mediática de lo sensacional: pasional cuando se muestran las manifestaciones de inmigrantes y compasiva al apiadarse de las 12 víctimas ecuatorianas del accidente de Murcia.

¿Podía evitarse esta difícil situación? Estoy convencido de que sí. Y por eso, quiero repetir aquí que la inmigración no es y no debe convertirse en un problema político. Una auténtica política de inmigración no es ni de derechas ni de izquierdas: obedece, ante todo, a la justicia y al respeto del derecho imprescriptible del ser humano. No sólo es necesaria una ley justa y unas reglas del juego claras, sino también una visión de futuro para toda la sociedad. El papel pedagógico de los actores políticos es en este caso decisivo: deben demostrar, ante todo, un espíritu de responsabilidad, de realismo y de solidaridad ciudadana.

La inmigración en España plantea fundamentalmente tres cuestiones. En primer lugar, pone en evidencia la ausencia de una auténtica cultura de integración en materia de derechos de los extranjeros y de acceso a la nacionalidad. La actual Ley de Extranjería, a pesar de sus lagunas, intenta por primera vez avanzar en este campo. Sin embargo, comparada a la de otros países europeos (Francia o Alemania) sigue siendo bastante tímida. Nadie puede negar a las autoridades españolas el derecho a controlar los flujos migratorios según el interés del país y a mantener una política de control en la fronteras (acuerdos de Schengen). Del mismo modo, el procedimiento de regularización depende únicamente del derecho español. No existe una regla europea en este ámbito. Pero esta regularización ha sido realizada en unas condiciones poco favorables: no podía más que provocar los conflictos de reconocimiento de los derechos que surgen hoy por doquier. Es deplorable porque se podía haber puesto en marcha un procedimiento consensuado y comprensible para todos. Pero al menos se ha abierto un verdadero debate. Concejales, políticos, actores de la sociedad civil (sindicatos, partidos, asociaciones de inmigrantes) reaccionan ante esta situación. Si los escuchase, el poder político podría evitar muchas situaciones dramáticas. Nadie duda de que el Estado de derecho debe hacer respetar la ley, pero no debe ser ciego ante las imperfecciones de la misma.

En segundo lugar, hay que decir la verdad a los ciudadanos. Es la mejor manera de luchar contra la xenofobia. Así, pretender que se endurece la ley para evitar un 'efecto llamada' de trabajadores extranjeros debido a una supuesta laxitud jurídica supone, hoy en España, ocultar la verdad. Todo el mundo sabe que 'el efecto llamada' no procede, en este caso, de la ley, sino de la existencia de una importante economía sumergida que necesita mano de obra extranjera poco cara y sin derechos. Mientras las autoridades no emprendan una lucha seria contra los empresarios clandestinos, la inmigración clandestina continuará. Varias experiencias (en Italia, Francia y Holanda) muestran que es posible legalizar el trabajo clandestino proponiendo a los empresarios unos acuerdos aceptables para el equilibrio financiero de sus empresas. Es indudable que es necesaria una política de control de las fronteras. No obstante, debe verse compensada por una verdadera integración de los inmigrantes establecidos, por una lucha sin cuartel contra su explotación excesiva y por un trato riguroso de los comportamientos delictivos de algunos empresarios. Hay, además, al menos otras dos razones por las que es peligroso utilizar el argumento de 'efecto llamada': legitima el fantasma de 'invasión' que es tan fácil que surja sobre todo en una sociedad no acostumbrada a recibir trabajadores extranjeros; es contraproducente puesto que la inmigración existe, va a continuar y, sobre todo, porque España la necesita. Si hubiera que sacar hoy una lección, sólo una, de la experiencia europea durante los últimos años, yo diría que los responsables políticos deben aprender a sopesar sus palabras antes de pronunciarlas, pues las palabras tienen su eficacia político-simbólica, y al utilizar, sin ton ni son, fórmulas ambiguas crean problemas que saben perfectamente que no pueden resolver. Moral y política están en este ámbito indisolublemente ligadas. Los políticos que, por incompetencia o cinismo, manipulan el miedo sólo merecen el desprecio.

En tercer lugar, hay que enfrentarse con serenidad al problema de las representaciones de identidad. Hoy, según el Instituto Nacional de Estadística, la inmigración contribuye de forma importante al crecimiento de la población española (EL PAÍS, 18-12-2000). Estas mujeres y hombres vienen de todas partes. Pero, en el futuro, y por muchas razones, serán cada vez más los africanos y norteafricanos. Algunos observadores -cuando no se trata de responsables políticos- dan a entender que hay que favorecer la inmigración europea y suramericana, por razones de 'proximidad cultural'. Detrás de este eufemismo se esconde el racismo más hipócrita. La inmigración es, ante todo, una oferta en el mercado laboral y, por simple respeto a la igualdad humana, hay que conceder las mismas oportunidades a todos. Utilizar el argumento de la 'proximidad cultural' es tan pernicioso como negarse a emplear a un trabajador en razón de su color de piel o de su religión. Algunos responsables políticos tienen el valor de enfrentarse a esta cuestión, en la que todo el mundo piensa, pero que nadie se atreve a abordar con franqueza. Así lo ha hecho recientemente (La Vanguardia 19.01.2001) Jordi Pujol con valentía -lo digo con absoluta objetividad dado que no comparto sus convicciones políticas-. Sabedor de que la inmigración de confesión musulmana iba a crecer, y teniendo en cuenta los temores de una sociedad española no laica, plantea abiertamente la cuestión de si los 'musulmanes', en una sociedad de mayoría cristiana, pueden convertirse en ciudadanos como los demás. Y responde afirmativamente. Se trata de una iniciativa excelente porque enfrenta a la sociedad con una de sus obsesiones inconfesadas. En efecto, hay que explicar a los ciudadanos, sumidos desde hace 20 años en un complejo debate de identidad, que lo que debe determinar la identidad democrática moderna, más allá del origen étnico, de la cultura, de la religión y de la lengua, es, ante todo, el acceso a la ciudadanía. Ésta significa disponer de los mismos derechos y deberes. Y en este contexto, la diversidad debe ser mantenida. Abordar la cuestión de la identidad de forma democrática es ser capaz de afirmar que, blanco, moreno, negro o amarillo, -católico, protestante, judío, budista, musulmán o ateo-, estas determinaciones no deben, en ningún modo, ser un obstáculo para la vida en común. El logro más preciado de la democracia es no tenerlo en cuenta en el espacio público para vivir bien en el espacio privado. Y, por lo tanto, respetar la singularidad de cada cual.

Un año después de El Ejido, estas cuestiones siguen en el aire. Pero el racismo, que no conoce más razón que la de la fuerza, sigue, por desgracia, progresando. Ante los dramas de hoy y de mañana, no se podrá decir que no se sabía.

Sami Naïr es europarlamentario francés, profesor invitado en la Universidad Carlos III y autor, junto a Juan Goytisolo, de El peaje de la vida (El País-Aguilar, 2000).

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Sami Naïr
Es politólogo, especialista en geopolítica y migraciones. Autor de varios libros en castellano: La inmigración explicada a mi hija (2000), El imperio frente a la diversidad (2005), Y vendrán. Las migraciones en tiempos hostiles (2006), Europa mestiza (2012), Refugiados (2016) y Acompañando a Simone de Beauvoir: Mujeres, hombres, igualdad (2019).

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