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Esas manos

Hace muchos años que pienso en las manos de Pinochet.

Las mismas manos que dentro de poco -hoy, mañana, la semana que viene- van a sufrir el ineludible y vergonzoso trato que reciben todos los reos del mundo. La escena ya la veo, la conjeturo: un hombre grande y grueso va a sujetar esas manos en que pienso desde hace tanto tiempo, se pondrá a embadurnar los dedos con tinta negra y luego, cuidadosamente, para no estropear la ropa del general, van ser tomadas sus huellas dactilares, un pulgar y ahora el índice y ahora ese otro dedo también. Y desde ese momento en adelante esa hoja con la impresión de los diez dedos formará parte del prontuario del hombre que, durante diecisiete años, gobernó mi país, esas manos van a identificar para la policía al ciudadano Augusto Pinochet Ugarte, procesado por secuestro y homicidio por el juez Guzmán.

No pensaba yo en las manos del general la primera vez que oí su voz, la primera vez que me habló. Fue en 1973, a fines de agosto de 1973 para ser más exacto. Eran los penúltimos días de Salvador Allende y yo trabajaba en La Moneda y cuando sonó el teléfono y esa voz brusca y nasal se presentó como el general Pinochet y advirtió que necesitaba hablar sin más demora con Fernando Flores, el ministro secretario general de Gobierno, yo no tardé en obedecer. Pinochet era, según creíamos, el más leal de los militares, el que iba a detener el golpe que se estaba fraguando contra la democracia chilena. No anticipé lo que esas manos eran capaces de hacer. Ni un presentimiento. Nada.

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Dos semanas más tarde, las manos que discaron el número de aquel teléfono de La Moneda que yo contesté, esas manos que habían saludado a Allende cuando éste lo nombró comandante en jefe del Ejército, la mano derecha que había palmoteado las espaldas del ministro Orlando Letelier y jurado lealtad al general Carlos Prats, esa misma mano firmaba el 11 de septiembre el primer decreto de la Junta que derrocaba al presidente de la República. Y un mes más tarde, en octubre, esa mano puso el nombre del general Pinochet al pie de una orden en que mandaba una misión militar al norte de Chile, una comitiva que después se conocería como la caravana de la muerte porque sus integrantes fusilaban a detenidos que ya estaban condenados y escondían cuerpos ya asesinados y torturaban a los reclusos antes de ultimarlos. Y entre ellos estaban mis amigos, Freddy y Carlos, Freddy que nunca vio nacer su hijo y Carlos que nunca volvió a ver a Carmen. Y vendrían otras órdenes: maten a Carlos Prats en Argentina, maten a Orlando Letelier en Washington, maten a Fernando Ortiz en Santiago, otras manos llevando a cabo todo lo que pedía y exigía esa voz que yo había escuchado fugazmente ese día, cada vez más lejano, ahí en La Moneda en la triste capital de Chile.

¿Para qué seguir con lo que hicieron esas manos, para qué recordar orden tras orden, muerto tras muerto, Pepe y Diana y Claudio y Enrique?

Yo todo lo fui registrando desde el exilio, minuciosamente, casi con perversidad, como castigándome por mi original falta de reconocimiento de lo que el futuro nos iba a traer, mi ineptitud para discernir durante aquel breve intercambio telefónico en La Moneda la respirante presencia del mal. Y paradójicamente mientras más pensaba en Pinochet, mientras más sus manos afectaban mi vida, menos reales me iban pareciendo, más remotas, más invulnerables.

Hasta que, finalmente, se me permitió retornar a Chile en 1983 y en la precisa esquina de Eliodoro Yánez y Antonio Varas el destino me deparó un segundo encuentro con Pinochet. Un torrente de sirenas y motocicletas atajó el auto en que viajábamos con mi cuñado y mi hijo y enseguida cruzó nuestra mirada una hilera de autos negros y de uno de esos vehículos, en el momento en que nos rebasaba, emergió de pronto una mano enguantada y blanca. Juro que es cierto. Tengo testigos. Era la mano de Pinochet que nos decía adiós en el crepúsculo, que saludaba absurdamente a un público inexistente, que se mofaba de mí -pese a que no podía saber que yo presenciaba su paso-, avisándome a mí y a los míos de que él iba a seguir dando órdenes en forma inmaculada, que sus opositores nunca llegarían cerca de esas manos, que ni siquiera íbamos a poder verlas, que serían siempre fantasmagóricamente blancas. Intocables. Impunes. Distanciándose por la avenida.

Profetizando, con esa arrogancia, lo que serían los años por venir. Incluso después de que la democracia retornó a Chile en 1990 y los chilenos le anunciaron al general que se retirara, que se fuera de una buena vez, sus uñas siguieron haciendo lo que les daba la gana, primero durante ocho años como comandante en jefe y enseguida en el puesto de senador vitalicio, esas manos se aprestaban a seguir burlándose de nosotros durante otra eternidad...

Hasta aquel día de octubre de 1998 en que empezaron a regir otras órdenes y otras profecías, en que las manos de policías londinenses, actuando por petición de las manos del juez español Garzón, detuvieron a Pinochet, ese día en que las manos de una humanidad múltiple comenzaron a quitarle los guantes al general, comenzaron a desmontar las mil murallas protectoras del general, fueron desnudando las manos del general, un dedo y otro dedo, un recurso y otro recurso, una apelación y otra apelación, fueron preparando el momento en que ahora pienso, el momento en que la justicia de mi país avisa al mundo de que todos somos iguales ante la ley.

El momento de la realidad.

Hace años, sí, que pienso en las manos del general Pinochet.

Hace años que sueño con el instante en que terminen de tomarle las huellas dactilares, el instante próximo cuando le tocará por fin el turno al rostro del ciudadano Augusto Pinochet Ugarte.

Primero de frente y luego de perfil.

Así, mi general.

Así mismo.

Como si fuera un criminal.

Ariel Dorfman es escritor chileno. Su última novela es La Nana y el Iceberg.

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