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Columna
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¿Debate?

'¿Despertaremos una vez más compungidos por el saldo melifluo de otra inversión rehabilitadora?', escribí el pasado 17 de enero en esta columna a propósito de la fascinación en que la familia Borja ha sumido a algunos, a propósito del 500 aniversario de la creación del Estudi General. En lugares inadecuados, fuera de programa y sorprendidos ante los detractores, se han producido alineamientos curiosos a favor y en contra no de la familia de marras sino de la oportunidad de afirmar según qué obviedades, que a pesar de serlo se ven obligadas a rendir cuentas en una época donde las certezas de lo heredado se miden, o se pretenden medir con pautas de validez universal.

Porque quien crea que lo que se dirime en la polémica de papel a propósito de los Borja es algo que tenga que ver con un tranquilo debate sobre hasta qué punto es perdonable la infamia de acuerdo con la conciencia que de ella hubo en cada época, se equivoca. Nada en las intervenciones que hasta aquí se han producido hace pensar que los Borja interesen más allá de las expectativas de pingües beneficios que habrán supuesto estos fastos para media docena de respetables conversos duchos en revivals, sainetes alusivos, reproducciones de iconos y zarzuelas glorificadoras. Lo que realmente se dirime en este rifirrafe es el pleito pendiente entre los agónicos intelectuales del post-fusterismo y los cada día más desenfadados representantes de la intelectualidad local (llamada tímidamente serbia) de pasado izquierdista.

Y eso es lo verdaderamente interesante y apasionante. A los Borja habrá que agradecerles este saqueo cuasi beato de su familia, porque con las reacciones que suscita se abre algo que vale la pena no cerrar, es decir, la hipótesis de que la intelectualidad valenciana no está muerta, muda o adocenada ante los apabullantes desmentidos que la realidad política arroja sobre ella. Por fin se atreven a medir fuerzas quienes veladamente andaban recluidos en la erudición profesional, en las subvenciones, en la literatura o en el simple acomodo ante una realidad, decían, que no da para más.

Si de verdad las plumas levantadas estos días con la excusa de los Borja son el presagio de que podemos protagonizar algo más que una tempestad en una taza de té, no me importaría lanzar media docena de exabruptos más a propósito del amor arrebatado, sobrevenido y corporativo a los Borja, especialmente, a Roderic ('Són uns canalles', me decía Fuster; 'són, però, els nostres canalles'; y yo le contestaba: 'Si són canalles, te'ls regale, Joan'; él concluía con un 'Cristo!', y yo dejaba de fastidiarle). Pero me temo que no tendremos tanta suerte.

Aun así no estaría nada mal que alguien convocase con gracia y estilo al debate general sobre todo aquello que subyace a la chispa que saltó: ¿Es útil y sano manipular la historia? ¿Lo abominable es condenable siempre? ¿Hay perdón para la Inquisición? ¿Puede reivindicarse una ética universal para todos los tiempos? ¿Hay que estar orgullosos de nuestros propios canallas contra los canallas de los otros? ¿Homenajes, los justos? ¿O sólo a los justos? ¿Pany i clau al sepulcre d'en Jaume I?

Pero si se trata de decidir si acabamos poniendo el busto cabezón emperlado de Roderic en la cómoda boca arriba o boca abajo, pues, no, gracias.

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