Vagón de todos
En plena crisis económica, y tras una invasión militar de los peruanos, Ecuador perdió en 1942 la mitad de su territorio por el Protocolo de Paz de Rio de Janeiro. En pleno auge económico, y tras la llegada pacífica de trabajadores de fuera, aquí vamos a perder más de la mitad de la vergüenza si no se regulariza la situación de todos esos trabajadores. Están aquí y los vemos a diario. Acuden al trabajo en el vagón del metro. Bastantes de ellos, con rasgos andinos, platican en castellano sin penurias léxicas; otros en el mismo vagón conversan en alguna lengua eslava. Viajan con los demás pasajeros que ríen o discuten en valenciano o en castellano con penurias léxicas. Apunta el día y los más jóvenes y trasnochadores cabecean somnolientos hasta que el altavoz anuncia: 'Próxima parada Albalat, Foios, Rafelbunyol...'
Con DNI y sin DNI, legales, ilegales, alegales, todos en el mismo vagón a primeras horas de la mañana. Por la tarde, y cuando ya la oscuridad cubre la huerta valenciana, tropieza uno en el metro con los mismos rostros. Se distingue el cansancio en el semblante de los pasajeros, y se observa la razón del cansancio en las botas o las zapatillas deportivas, en el dobladillo de las perneras del pantalón: tierra húmeda del campo, restos del cemento con que se construyen las casas adosadas y manchas de grasa de algún polígono industrial. Con papeles o sin papeles, todos en el mismo convoy; todos en un moderno vagón que no distingue ciudadanos de primera y ciudadanos de segunda -distinción, por otro lado, que no es de recibo en democracia-. Es un vagón democrático que no pregunta si el viajero nació en Guayaquil o en Esmeraldas, en la ciudad de Cuenca en los Andes o en la Cuenca cercana castellano-manchega. Un metro multicultural, lindo y limpio, de los Ferrocarriles de la Generalitat Valenciana, a quien no le preocupa el color de la piel de nadie, ni el pelo liso o rizado de sus pasajeros. Es el vagón de quienes acuden al trabajo y vuelven de su trabajo, que es la patria más universal de todas.
Pero cuando uno llega a su destino y baja del metro, la ilusión del vagón de todos se desvanece. El exterior viene a ser la fea Ley de Extranjería y las decenas de miles de nuestros conciudadanos sin papeles, que madrugan aquí, que trabajan aquí, que hacen patria aquí, que los necesitamos tanto aquí, como necesitan en sus expoliados países de origen el dinero que ganan en la construcción, el almacen o la alcachofa. Una vergüenza es que tengamos entre nosotros conciudadanos mal llamados ilegales y una Ley de Extranjería que no los ampara.
El vagón que recorre la huerta valenciana, el vagón de todos, exige, porque es de justicia, que la derecha que gobierna ponga en práctica las propuestas del líder de la oposición Rodríguez Zapatero: que los mal llamados ilegales de aquí regularicen su situación aquí; que los ayuntamientos, tan cercanos a la ciudadanía, intervengan en ese proceso y en el proceso de integración de esos nuevos vecinos. Ése es el camino, junto con la entrada ordenada, pero sin trabas, de los trabajadores que se necesiten, para evitar que mafias y desaprensivos se lucren a costa de la necesidad ajena. Un camino que se ha de iniciar ya, si queremos una tierra de todos y multicultural como ese vagón madrugador de L'Horta.
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