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Columna
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Pedro, el bufador

Sus compañeros de gimnasio recuerdan todavía aquellos imponentes despliegues suyos ante el sparring, frente al saco, bajo el punching-ball. A primera vista era un buen intérprete del boxeo en línea: montaba una guardia muy británica, o muy egipcia, según se mire el bajorrelieve, al estilo de los primeros púgiles victorianos. Adelantaba la pierna izquierda, levantaba los brazos, clavaba el mentón en el hoyo de la clavícula y, por un comprensible reflejo de supervivencia, se metía en su propio perfil. Tenía un chocante aspecto de cazador dispuesto a disparar con una escopeta invisible.

Parecía un cazador y era exactamente eso. Contagiado en Brasil por la magia y el veneno del campeón mundial del peso gallo Eder Jofre, enfilaba los guantes en la horizontal de la barbilla, y luego, al oír el timbre, empezaba a perseguir hasta la extenuación a una presa imaginaria. Durante tres minutos asfixiantes, lanzaba una ráfaga continua de golpes y bufidos con la obsesiva dedicación de un martillador. Cada bufido era seguido invariablemente por un golpe, buff-tac, buff-tac, buff-tac, en una monótona canción sólo alterada, buff-poom, por algún derechazo explosivo. Los testigos sabíamos que su melodía de percusionista sólo se interrumpiría con un nuevo sonido del timbre cenital.

Toda la vida deportiva de aquel belicoso autómata fue igual a sí misma. Su musculatura, estilizada pero rígida, no le permitía sobreesfuerzos improvisados, de modo que estaba obligado a calcar los combates, paso a paso y asalto por asalto, de lunes a viernes. Cuando su manager, el influyente y astuto Renzo Casadei, organizaba alguna velada, él subía al cuadrilátero, hacía media docena de giros de cuello igualmente automáticos, apretaba los dientes para endurecer la mandíbula, levantaba la nariz, escupía un buche de agua en el embudo de la esquina, despertaba a la voz de 'segundos fuera' y, buff-tac, buff-tac, buff-poom, se limitaba a aplicar su rutina diaria ante el contrario de turno como si estuviera persiguiendo a un enemigo de cartón.

Fuera del ring aquella agresividad se evaporaba. Una vez que había escapado del circuito de entrenadores y periodistas, olvidaba su corto vocabulario italiano, recuperaba su acento andaluz y doblaba la esquina de Jorge Juan convertido en un buen muchacho.

Era entonces cuando los amigos le llamábamos Pedro.

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