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LA CASA POR LA VENTANA
Columna
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Lo importante de los árboles son las hojas

Los buenos guionistas saben que el repertorio de las humanas pasiones se repite desde los tiempos de Atapuerca

Hay en Chinatown, la espléndida película de Polansky con guión de Robert Towne (tan mal copiado por un novelista local más gris que negro) una escena de mucha enjundia donde el detective Gittes pregunta al anciano millonario Noah Cross (el gran John Huston) por qué no asesina para seguir acumulando dinero, a lo que el mafioso sin muelas responde que lo hace por el futuro. Si el patriotismo es la entelequia interesada donde se refugian los canallas, el futuro es la engañifa donde muchas veces prospera la codicia. Son abundantes, más de lo que se merecen los ciudadanos que les prestan su voto, los políticos que disfrazan sus decisiones verdaderas con el polisón de nardos de unas declaraciones de sofrito en las que afirman que, siendo mucho lo ya realizado desde que ocupan las tareas de gobierno, no es poco lo que todavía queda por hacer. Ningún político en su sano juicio cumplirá jamás el programa con el que cree engatusar a un ciudadano al que siempre percibirá más como portador de voto que como persona concreta, porque de lo contrario tendría que admitir la desdicha de acompañar el anuncio del cumplimiento de sus promesas con el de su dimisión irrevocable. Ya he cumplido y me voy, sería la expresión -bastante varonil, a lo que me parece- de una vocación política que se diera por satisfecha con haber colmado no ya sus ambiciones sino las de su programa electoral.

Pero si al político sobrevenido, como a la antigua ama de casa, siempre le queda algo por hacer, ¿qué tareas no tendrá pendientes un político de oficio cuyo mayor afán confesable sin que haya que recurrir al juez de guardia es la voluntad de servicio público? Se trata de una voluntad de tal envergadura que, sin duda, impele a dejar numerosos deberes sin completar a fin de asegurarse una continuidad que de otro modo todo el mundo tendría por innecesaria. Es cierto que los grandes planes de gobierno no se cumplimentan en el plazo de cuatro años, cifra insignificante si se mide por la duración de una voluntad de servicio tan firme como la que nos ocupa, y de ahí los quinquenales planes de los soviéticos cuando mandaban en media Europa o los sucesivos planes de estabilización de los gobiernos españoles del Opus al servicio del bigotito más limpio de Occidente. Pero una vez salidos de la miseria ¿qué otro remedio tiene el político de fuste que perpetuarla por otros medios a fin de seguir haciéndose pasar por imprescindible en la línea de actuación que se ha trazado?

Nuestro pujante Gobierno autonómico. El énfasis expositivo que hace recaer en la ilusión de gobernar para todos los valencianos (el President no aspira a gobernar para todos los moluqueños) se concreta, como es lógico, en la puesta en marcha de grandes proyectos tan ilusionantes como el propósito ilusionado que anima tanto esfuerzo, lo que no parece afectar al hecho nunca desmentido de que un cuarto de la población valenciana sobrevive por debajo de lo que se llama el umbral de la pobreza, sin que acabe de estar claro en qué pueden beneficiar a ese desdichado segmento de población los grandes planes de nuestros gobernantes. No mencionaría esa circunstancia de no ser porque nuestro feliz Gobierno convierte su política visible en un espectacular despliegue de proyectos espectaculares destinados a atraer la atención del visitante, una atención de la que de entrada hay que descartar a esa cuarta parte de convecinos que sobrevive con lo puesto y que no parece en condiciones de distraerse los fines de semana viajando a Terra Mítica o visitando la Ciudad de las Ciencias en días dudosamente laborables para ellos. Entre otras novedades, que se agudizarán a medida que el siglo prospere, hay que mencionar que es la primera vez que los empresarios del sector agrícola demandan a sus políticos una mayor flexibilidad a la hora de poder contratar el cupo necesario de trabajadores en precario para la recolección estacional de sus productos si no quieren abocarlos claramente a la adopción de medidas ilegales. Algo no marcha en el liberalismo cuando el empresariado en su conjunto es más progresista que su Gobierno.

Desde esa perspectiva se entiende el costoso esfuerzo del Gobierno para hacerse pasar por benefactor de las artes, y no desdeñaría así como así que el empeño de mantener a nuestros artistas en constante trasiego viajero obedeciera al propósito de que no lleguen a enterarse de lo que pasa por aquí. Un objetivo en el que la televisión autonómica, con talentos como Villaescusa y Genoveva Reig al frente de una tropa cómplice o desalentada, colabora con la bronca tabernaria de sus emisiones de mayor éxito, un éxito que desvía la atención de los espectadores sobre el interlocutor real de sus protestas, un interlocutor con nómina y despacho, un despacho con línea directa con el presidente, una línea que, en fin y etcétera. La otra bronca es la de los Borja, o en qué condiciones de universalidad limitada lo particular es exportable. En ese dilema se encuentra exactamente, y a su manera nada borgiana, Eduardo Zaplana.

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