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La UE: entre el federalismo y la ingeniería política

Europa es fruto del acierto para combinar adecuadamente voluntad política y realismo. La Unión Europea (antes, la Comunidad Europea, y aún antes, el Mercado Común) nace como resultado no sólo, ni fundamentalmente, de un proyecto económico, sino de un gran designio político. El de construir una Europa en paz, que superara las guerras que periódicamente habían azotado el continente y, de paso, ofrecer una unidad frente a la potencia amenazante de la Unión Soviética. Los padres fundadores eran partidarios del federalismo europeo, pero pensaban que las sociedades europeas no estaban maduras para seguir una bandera federalista. Por ello optaron por una política de pequeños pasos, de ir despacio. De poner delante la integración económica, pensando que la unión política e institucional iría detrás de forma inexorable. Es lo que podríamos denominar la lógica Monnet. 'La política seguirá' era la divisa de esta estrategia, por contraposición a 'la intendencia seguirá' propugnada por el general De Gaulle.

La adopción del euro ha significado a la vez la culminación y el agotamiento de la lógica Monnet. Si se quiere mirar desde una perspectiva optimista, podemos decir que existe una crisis de crecimiento. Si se quiere observar con más distancia, podríamos decir que el traje político e institucional de la Unión Europea resulta manifiestamente insuficiente para las necesidades y los problemas que tenemos delante. En el mundo de la globalización, los Estados nacionales europeos ya han perdido poder, y sólo una Europa unida permitirá recuperarlo mínimamente. Como decía Johannes Rau, presidente de la RFA, 'Europa es la respuesta a la pérdida de soberanía de los Estados'. Europa no es la culpable de esta pérdida de soberanía, sino la única manera de mantenerla, que es compartiéndola entre todos. Ahora hay que poner por delante la política. Como en tantas otras cosas, De Gaulle, finalmente, era quien tenía razón.

El debate sobre los objetivos políticos es imprescindible para poder abordar las cuestiones de ingeniería política que hoy han absorbido el interés de la cumbre de Niza. ¿Qué podemos decir del número de comisarios, la ponderación de votos en el Consejo o las mayorías cualificadas si no sabemos hacia dónde vamos? ¿Y a quién pueden hacer vibrar estas cuestiones sin un cierto proyecto detrás? Ello no quiere decir, atención, que estas cuestiones no sean importantes. Lo que quiero subrayar es que, primero, difícilmente conseguirán interesar a la opinión pública si detrás no existe un cierto designio político; segundo, que, sin un proyecto político, el debate sobre estas materias se convierte en un mero pulso entre los diferentes intereses nacionales; y tercero, y por consiguiente, que estas cuestiones deben debatirse como lo que son: cuestiones instrumentales para alcanzar determinados propósitos. Es el 'gran debate europeo', que está ya empezando a aparecer con fuerza en otros países, que va abriéndose camino, aunque sea a duras penas, pero también de forma inexorable. Este debate es la expresión de una corriente de fondo imparable hacia la eclosión de un cierto federalismo europeo.

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Este federalismo, no nos engañemos, no debe buscar mimetismos con los de otras realidades políticas. Los Estados Unidos de Europa no serán como los Estados Unidos de América, entre otras razones porque el peso de la historia es muy grande y las realidades nacionales europeas están muy enraizadas en nuestras sociedades. En los Estados Unidos de América, la construcción política de la federación se realizó al mismo tiempo que la de una nación. La federación nació a la vez que la conciencia nacional, que el surgimiento de una realidad nacional, con su lengua, su cultura, sus mitos fundacionales, su épica. En Europa, en cambio, el federalismo europeo habrá de ser el que convenga a nuestra realidad, en la que el peso de los Estados nacionales es todavía muy fuerte. Por esto, Delors hablaba de un federalismo de Estados-nación. Será peculiar, será diferente, pero será un proyecto federalista en el sentido más profundo de la expresión. El de una realidad (que además, en el caso de Europa, es plurinacional) donde el poder político es ejercido por diferentes niveles de gobierno. Donde, por tanto, queramos o no, existen cesiones de soberanía, o soberanías compartidas, y la cuestión clave es la de la distribución territorial del poder político. Es un proyecto, en fin, de unión en libertad, porque queremos estar juntos, pero queremos al mismo tiempo respetar la libertad y la identidad de cada cual.

Definir los contenidos políticos de este proyecto es hoy el núcleo esencial del gran debate europeo. Sobre estos contenidos quisiera hacer cuatro reflexiones. La primera es que no habrá una Europa política hasta que no exista un verdadero poder político europeo. Es decir, hasta que no reforcemos de verdad el polo federal. Si Hamilton, que, junto con Madison y Jay, fue el autor de The Federalist Papers y uno de los padres de la Constitución de Estados Unidos, y, desde su proximidad a Washington como primer secretario del Tesoro, el auténtico cerebro de la consolidación del Gobierno federal, estuviera hoy en Europa, nos diría, sin duda, que si un día queremos que existan los Estados Unidos de Europa lo primero que debemos hacer es crear de verdad un poder federal europeo. ¿Qué quiere decir un poder federal europeo? A mi entender, dos cosas tan sencillas y tan complejas como las siguientes: un Gobierno surgido directamente de unas elecciones y unas competencias claras y precisas sobre ámbitos esenciales de la vida pública, y especialmente sobre aquellos que han de permitir que Europa se exprese con una sola voz: la política exterior, la moneda, la defensa y la seguridad y algunos impuestos. También, naturalmente, un Gobierno en condiciones de realizar una política económica europea. Sólo un Gobierno elegido democráticamente por los ciudadanos europeos será sentido por éstos como una cosa propia y estará obligado a responsabilizarse ante ellos de sus decisiones. Y también sólo así el Gobierno comunitario tendrá la autoridad necesaria para imponerse (y oponerse si es preciso) a los intereses nacionales, cuando así convenga hacerlo en defensa de los intereses de Europa. Sólo la legitimidad democrática, en definitiva, otorga el poder político.

Los Estados, y ésta es la segunda reflexión que quiero hacer, seguirán desempeñando un papel clave en todo este proceso. Ir predicando el europeísmo y proponiendo grandes reformas sin tener en cuenta este hecho acaba conduciendo al momento de la verdad en que, en Niza, Amsterdam o cualquier otro sitio, los Estados acaban recordando quién manda de verdad hoy en la Unión. Ahora bien, ¿dónde y cómo deben jugar este papel esencial? ¿Nos referimos a los Estados como Gobierno intermedio (el nivel estatal de los países federales) o a los Estados como protagonistas del nivel de Gobierno federal? Probablemente, a las dos cosas a la vez. Por una parte, el nivel de Gobierno estatal deberá continuar siendo muy importante en la arquitectura federal europea, como Gobierno intermedio, por su peso presupuestario y competencial y las responsabilidades que continuará ejerciendo. Por otra parte, sin embargo, los Estados deben estar presentes en el nivel federal de Gobierno; han de participar y tener un lugar bien claro y protagonista en las instituciones comunes de la Unión. El protagonismo de los Estados se manifiesta en estos dos niveles, y hay que encontrar un equilibrio entre ambos. Hoy, los Estados, sin embargo, asumen el protagonismo a nivel federal, pero con el único propósito, aparentemente, de defender sus intereses nacionales, nunca pensando en el proyecto europeo.

Por otra parte, ¿dónde debe materializarse la presencia de los Estados en el nivel federal o comunitario, en el legislativo o en el ejecutivo? En muchos países federales, esta cuestión se ha resuelto mediante la creación de una Cámara legislativa, el Senado, integrada por los Estados. Lo que resulta completamente original de la arquitectura institucional europea es que el papel de los Estados esté ubicado también, reciba o no este nombre, en el Ejecutivo comunitario. El doble papel del Consejo, que constituye una singularidad que ha mostrado sin duda virtualidades en el pasado, deberá quedar clarificado. La creación de un auténtico legislativo europeo, tanto más fuerte cuanto más fuerte sea también el Ejecutivo (cuanto más 'presidencialista'), debería permitir transformar el Consejo en Senado, con poderes reales de contrapeso del Ejecutivo y, si se quiere, estableciendo mayorías claramente cualificadas en materias esenciales. El ejemplo del Bundesrat alemán, Cámara decisoria en cuestiones esenciales e integrada directamente por los Ejecutivos de los länder, podría resultar extremadamente útil.

La tercera reflexión es sobre quién puede ser hoy el motor de este proceso. Los Estados han perdido la fuerza propulsora que tenían hasta ahora. Podemos seguir afirmando que para que este proceso avance es indispensable que Francia y la RFA estén de acuerdo, que exista un núcleo de países centrales a su alrededor (Italia, España, Benelux), que haya una Comisión, un presidente, que desempeñe un papel mitad de visionario, mitad de motor. Y todo ello es cierto. Pero la realidad es la que es. Tan poco realista resultaría pensar que podemos avanzar de verdad en la construcción europea prescindiendo de los Estados como que sólo con los Estados ello será posible. Hoy, los dirigentes estatales están más preocupados por sus opiniones públicas domésticas, por reforzarse puertas adentro, que no por pensar realmente en términos europeos. Las negociaciones entre Estados están más presididas por ver qué gana y qué pierde cada cual, que no por la preocupación de Europa. Naturalmente, podemos hacer proclamaciones de buena voluntad e invocar un cambio de actitud, pero me temo que existen corrientes de fondo muy poderosas; entre otras, la que hace que ningún poder político acepte de buen grado perder poder en beneficio de otro poder si no es en situaciones de fuerza mayor. Ahí va a abrirse una dinámica de movimientos inciertos, en la que la presión de las circunstancias y la consolidación de núcleos de poder democrático europeo (como lo es el Parlamento) van a incidir de forma decisiva, probablemente, en el curso de las cosas.

Finalmente, la última reflexión es que este federalismo europeo habrá de ser necesariamente fuertemente descentralizado, donde, desde el punto de vista competencial y presupuestario, pesarán mucho los Gobiernos subcentrales y poco el Gobierno central. La arquitectura federal europea deberá enfrentarse a la gran cuestión de la distribución del poder político entre los diferentes niveles de gobierno, y habrá de hacerlo en una realidad plurinacional. Europa, como realidad política plurinacional y descentralizada, aparece como un laboratorio de un interés extraordinario para hacer frente a la gran cuestión, bastante insólita en realidad en los países federales que conocemos, de articular en una misma comunidad política realidades nacionales diversas entre sí.

Antoni Castells es catedrático de Hacienda Pública de la Universidad de Barcelona.

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