Lirios y cataratas
'Bueno, voy a comprar unos lirios', me dije, 'ya que tengo invitados a cenar y pueden quedar bien en la entrada'. Fui a un garden center con venta de flores incluida cerca de mi casa y me hice poner unos ejemplares fantásticos. Cual no fue mi asombro cuando vi que la dependienta los envolvía en un vulgar papel de diario. 'Oiga perdone', dije yo, 'creía que esto era una tienda de flores, no una pescadería'. Les confieso que, más que enfadada, estaba asustada, ya que creía que aquella chica debía de ser una mutante, una clonada, no una dependienta de un comercio de la zona alta de mi querida Ciudad Condal. Ella me miraba como si yo hubiera pedido la luna y entonces pensé en su homóloga de París, mi florista -con muchas menos pretensiones y, por cierto, situada frente por frente de mi pescadero- en la Rue du Bac. Toda Francia es experta en venderte el producto por el lacito, el envoltorio, el packaging como se decía en jerga del diseño industrial, con la acertada pretensión -que, supongo, constituye el abecé del comerciante- de que la clienta vuelva. Olvidaba decir que suelen dirigirse a ti con un 'qu'est-ce qui ferait votre bonheur?', una expresión que, por más que sea estándar, no me digan que no constituye todo un ejemplo de promesas de gratificación, lo que es preferible al hosco ladrido de nuestros congéneres.
Al cabo de un tiempo me fui a comprar un nuevo fax y los chicos que me lo instalaron tenían aún menos idea que yo. 'Oiga, mire, es que somos de informática, no de fax', me contestaron tan tranquilos, como quien dice que uno es especialista en el siglo XIX y no en el oscuro siglo VI, pongamos por caso. '¿Y por qué demonios me los envía la FNAC?', me preguntaba. 'Y además, ¿no saben leer las instrucciones?' No, no sabían, contradiciendo así aquel título de libro estupendo que, como todos los lugares comunes, tiene mucho de cierto: por qué los hombres no escuchan y las mujeres no saben leer mapas (cámbiese mapa por cualquier sencillo manual técnico).
Un poco más tarde me operé de cataratas y, al sobresalto normal de tener que pasar por aquel trance, se añadía el hecho de que mal viviría una crítica de arte sin sus ojos... El caso es que estando yo estirada, con gorro verde, tras el vahído de las gotas de anestesia, va y el médico se marcha. Lo llamaban por teléfono para felicitarlo por su cumpleaños, el muy ángel. Cómo se llega a colar una llamada así hasta una sala de operaciones es para mí incomprensible; lo único de que tengo certeza es que, por más que nos hayan machacado con aquello de la feina ben feta, un detalle así nos aleja, y mucho, de una supuesta -y deseada- homologación europea. El médico, a todas esas, seguía con la perorata sobre el fausto acontecimiento de su aniversario y si volvió fue porque yo se lo rogué.
No sé por qué a algunos de nosotros se nos ocurría que con el final de la dictadura franquista aquel país de pandereta y de chapuza se trocaría, como por arte de magia y de la tan esperada democracia, en algo mucho más honrado y eficiente. Sería porque éramos jóvenes, o bien porque el hombre es aún un crédulo insensato.
Victoria Combalía es crítica de arte.
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