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La infracción al orden

Antonio Elorza

Seguimos de enhorabuena. Vamos a cambiar de siglo y de milenio sin que en las imágenes de las exposiciones de nuestra 'historia oficial' hayamos perdido la guerra de Cuba. En la más reciente, Sagasta y el liberalismo, y dentro de un subapartado de 'guerras coloniales' (sic), unos barcos de guerra surcan el mar hacia lo desconocido, los de la escuadra de Cervera, y en el cuadrito de al lado, unos infantes disparan, es la defensa de Manila. ¿Cuál será el desenlace? El espectador tiene que adivinarlo, lo mismo que la causa de tales acciones, porque nada indica en el programa iconográfico de la vistosa exposición que los cubanos se hayan sublevado ni que los Estados Unidos forzaran la guerra. Tampoco hay, lógicamente, imágenes de la paz de París. El 'historiador de confianza', en la muestra patrocinada por la Fundación BBV y el Ministerio de Cultura -de hecho el mismo vértice de los últimos tiempos con otras siglas-, nos libera por lo menos esta vez del penoso espectáculo que en la de España fin de siglo ofrecía la imagen de la victoria de un barquito español sobre uno norteamericano en la única alusión a la guerra naval con los Estados Unidos. En ambos casos, claro, nada de catastrofismos.

Ciertamente, después de la prolongada etapa de condena de la memoria sufrida por los españoles bajo el franquismo, todo lo que contribuya a rehacer la memoria histórica de nuestra sociedad en su conjunto, y no sólo de una minoría de especialistas, ha de ser en principio bien venido. Pero precisamente por eso resulta exigible que las imágenes sean suficientemente explicadas en su sentido histórico, conforme sucede con precisión creciente en las exposiciones de este tipo, tanto en Europa como en Norteamérica, y que se eviten sesgos ideológicos tan visibles como los que afectan a la última oleada de muestras, en enlace directo con la imagen de España que intenta transmitir el gabinete conservador que nos gobierna. Unas veces son injustificables ausencias como las arriba mencionadas (similares a las que en el reportaje de La 2 el día 30 sobre el famoso Carolus se salta el Saco de Roma, para recrearse en el glorioso encuentro de Papa y Emperador en Bolonia); otras, huida del compromiso, con el silencio en torno al simpático pañito con las aparentemente inofensivas banderas vascas de Sabino Arana; otras en fin, frases que se deslizan en el vídeo de la exposición: por ejemplo, el pronunciamiento de 1854 'pronto degenera en una revolución' (sic). Así que si desde el poder se propone una memoria histórica donde el conflicto es sistemáticamente borrado y el rosa de entonces prefigura el de hoy, no parece ilícito, sino todo lo contrario, poner de manifiesto lo que ocurre y su significación ideológica.

Conviene, pues, rasgar la cortina para descubrir qué se esconde detrás, y para ello el estilete más eficaz es la aplicación del concepto de infracción al orden, que Tzvetan Todorov propusiera ya hace tiempo en Literatura y significación. Todorov lo empleaba para dar con el significado de la narración literaria, pero nada impide la extensión de su uso al relato cinematográfico, a la iconografía y a cualquier tipo de manifestación ideológica. Lo esencial es ahondar en las infracciones observables en la estructura de significación, profundizando en los vacíos o silencios, en las fracturas entre los comportamientos o las formas en la ficción y los conocidos en el mundo real, en los desenlaces radicalmente contradictorios con la lógica de la acción. Con gran frecuencia, la infracción al orden en este último sentido permite que un determinado relato sea aceptable para su destinatario. Todorov pone el ejemplo del happy end en las novelas de Dickens. El novelista no rehuía mostrar al público victoriano la miseria de una sociedad hecha en beneficio de los económicamente fuertes, pero éstos pueden aceptar el mensaje porque siempre al final del relato alguien de su clase saca al protagonista desgraciado de la sima social y le eleva al nivel de los happy few. De paso, también las capas populares se miran satisfechas en el espejo de esa movilidad ascendente que les presenta la supuesta novela social. Es la estrategia de consolación que para el caso muy próximo de la novela por entregas, precedente directo del culebrón de hoy, diseccionó Umberto Eco. Y la regla de oro gracias a la cual una sociedad muy conservadora pudo consumir sin problemas los más duros argumentos del cine de Hollywood. Nadie hubiera soportado, empezando por el productor, que la típica familia americana, cuyos valores morales triunfan al fin a costa del urbanista sin escrúpulos, fuese devorada por los fantasmas de Poltergeist. Ni que en el telefilme nuestro de cada día el malvado sádico acabe asesinando a la atractiva madre de familia, tal y como pide a gritos la lógica del guión. A mayor tensión entre lógica de la acción y final feliz, mayor éxito: véase Spielberg. Quienes como Orson Welles, Peckinpah, Ford Coppola, infringieron la norma pagaron un alto precio por ello.

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La infracción al orden conformista encuentra su terreno privilegiado en épocas históricas marcadas por acontecimientos sociales y políticos muy desfavorables, incluso trágicos, cuya visibilidad no resulta posible eludir del todo, por lo cual se hace necesario, en interés del orden establecido, su reconstrucción falseada. El ejemplo clásico en la historia de la pintura lo constituyen los hermanos Le Nain, tan apreciados en su día por los defensores del realismo socialista. Otro tanto sucede con el relato policiaco, Dashiell Hammett y su gente excluidos. En unas sociedades urbanas donde impera la violencia, la inseguridad se vuelve espectáculo bajo la máxima de que 'el criminal nunca gana'. En el límite, el mensaje es que siendo grande la violencia de los transgresores, mayor debe ser la de unos policías del tipo Clint Eastwood. Moraleja cargada de ideología: podemos vivir tranquilos si dejamos a los servidores del Estado que violen cuanto quieran los derechos individuales, tal y como vienen haciéndolo los 'Harry el sucio' de turno o los verdugos legales del tipo Bush.

La memoria también cuenta. Hace unos años tuvimos entre nosotros un buen ejemplo en las novelas de Eduardo de Mendoza, donde el argumento integraba el tema de las luchas sociales en la Barcelona del primer tercio de siglo: La verdad sobre el caso Savolta (sensiblemente mejorada en la película de Drove) y La ciudad de los prodigios. Sobre todo la segunda fue un best-seller fabuloso, y bien merecido por su calidad narrativa. El contenido era otra cosa. Mendoza escribía sobre algo de que todos los catalanes habían oído hablar, el anarcosindicalismo de la CNT y el pistolerismo, y acumulaba circunstancias irreales y simplificaciones sobre el tema -en realidad, su información verídica se limitaba a unas fichas policiales-, pero gracias a esa manipulación integraba el protagonismo incómodo del pasado de luchas obreras en un relato donde los culpables venían de fuera (como el Lepprince de Savolta) o los acontecimientos se elevaban a un orden feérico. Quedaba de este modo garantizado el consumo de los temas por la sociedad

Antonio Elorza es catedrático de Pensamiento Político de la Universdad Complutense.

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