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¿Pero quiénes son las víctimas?

El terror, forma extrema de violencia política, no sólo afecta a los vivos, haciendo que interioricen el miedo a perder la vida, sino, a juzgar por lo que estamos viendo, también a los muertos. Un simple recuerdo, una conmemoración, se convierte en campo de batalla entre allegados al mundo de las víctimas porque se honra a unos y no a otros, caso del homenaje a Ernest Lluch, o porque se recuerda indiscriminadamente a cualquiera que haya muerto violentamente, como en el acto de Gesto por la Paz organizado en Bilbao, que hacía descansar en un cartelón publicitario al muerto por un coche bomba junto al que muere porque le estalla la bomba.

Toda esta agitación política y mediática en torno a los asesinados en acciones terroristas se debe, sin duda, a que damos a los muertos por bien muertos, como si lo único que quedara de ellos fuera una plusvalía de significado que cada vivo puede explotar a su guisa. Si estaba a favor del diálogo, honrarle significa exigir diálogo, y, si estaba en contra, recordarle significa oponerse. Se piensa honrar más y mejor la memoria del muerto defendiendo las tesis que el fallecido sostuvo en vida.

Esta manera de recordar es un tanto raquítica, pues olvida algo fundamental en el crimen que practica el terror. Nos deberíamos preguntar por qué, en casos de terrorismo, no hablamos de asesinato u homicidio, términos con sabor jurídico, sino de víctimas; lo hacemos porque queremos dar a entender algo muy propio de quien sufre la violencia terrorista, algo que le debería blindar contra las utilizaciones que de ellos puedan hacer los vivos, a saber, que las víctimas tienen sentido en sí mismas. No son las víctimas de ETA las primeras ni han sido las únicas, por eso es de utilidad recoger las reflexiones que sobre el particular se han hecho a propósito de otras víctimas, por ejemplo, las que produjo el terror nazi en los años treinta y cuarenta.

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Las víctimas son, en primer lugar, siempre inocentes, con lo que el verdugo es culpable de una injusticia, condición que no perderá jamás aunque acabe pagando las consecuencias legales de sus actos. Por eso resulta sencillamente monstruoso unir, aunque sea en un cartel, a las víctimas de ETA con los asesinos, por mucho que a éstos les haya salido literalmente el tiro por la culata. Las buenas intenciones que seguramente animaron a los autores del acto público en Bilbao para nada empece la incongruencia moral de la ocurrencia. No hay que confundir víctima con sufrimiento. En las secuencias finales del filme Vencedores y vencidos vemos que los verdugos nazis sufren; sufren y están vencidos, pero no son víctimas, porque no son inocentes.

Las víctimas tienen, en segundo lugar, voz propia, y no debemos permitir que nadie la sustituya ni, por supuesto, la olvide. Esa voz habla de la gratuidad de la violencia del verdugo. Nada la puede explicar, ni justificar, pues el acto terrorista no aporta nada nuevo, no desvela ninguna razón oculta que nos ayude a comprender su causa. Es el mal por el mal. Lo que consigue es lo contrario de lo que pretende, ya que cualquier causa justa, defendida mediante el terror, se deslegitima al instante porque cancela el modo humano de defender causas, que es la palabra y no su definitivo acallamiento. El verdugo sella con la sangre de la violencia un testamento en el que se autoexcluye de la condición humana, alojándose en lo que Primo Levi llama la 'zona gris' de la inhumanidad del hombre. La violencia del siglo XX nos ha enseñado que no nacemos humanos ni que la humanidad esté garantizada con el carnet de identidad. En la 'zona gris' de la existencia, la humanidad del hombre está bajo cero. De esa zona, el hombre inhumano no puede salir por sí mismo. Su suerte queda ligada a la de la víctima. La posible re-humanización del verdugo depende de que sepa ver en el otro la inocencia, es decir, de que entienda que tiene que responder de una muerte inocente.

Pero la víctima, en tercer lugar, no sólo desvela la maldad radical de la acción terrorista, sino que además introduce un elemento nuevo en la reflexión política que altera los planteamientos políticos relacionados directa e indirectamente no sólo con los verdugos, sino también con los afines. Lo nuevo no es el reforzamiento de su discurso político, cargado ahora con la autoridad del sacrificio de su vida. Sin desdeñar la autoridad de cualquier idea que sea defendida con peligro de la propia vida -situación ésta que se da generosamente en el País Vasco entre políticos, intelectuales y gente de a pie-, la novedad que introduce la víctima en el debate político es el hecho de su propia existencia, una novedad política que aparece con mayor fuerza entre las víctimas anónimas carentes de todo discurso propio; entre aquellos que, como en Hipercor, murieron porque el terror exigía su cuota de sangre. Podemos expresar metafóricamente esa novedad política hablando de una mirada de la víctima.

El filósofo alemán Theodor Adorno lo explica, en el contexto de las víctimas del campo de concentración, diciendo que esa mirada se parece a la de aquellos condenados en la Edad Media que eran crucificados cabeza abajo: 'Tal como la superficie de la tierra tiene que haberse presentado a esas víctimas en las infinitas horas de su agonía'. Veían al mundo invertido, al revés que nosotros. Lo que se quiere decir es que la existencia de víctimas complica el análisis político, al introducir un elemento que obliga a revisar y cuestionar todas las seguridades anteriores. Las víctimas no son sólo un problema que resolver, sino el paso obligado de cualquier solución, pues tienen la clave de la posible integración de la parte violenta en la futura comunidad política reconciliada. De ahí su autoridad moral.

Las víctimas cuestionan, lógicamente, la política del terrorista, tanto en sus medios como en sus objetivos, pues esa política garantiza la reproducción de la violencia. La víctima sabe por experiencia que no hay paz al final de la violencia. Pero también obliga a revisar planteamientos políticos hechos en el campo de los que condenan la violencia, siempre y cuando esos planteamientos políticos quieran tener legitimidad moral.

Me refiero a propuestas bienintencionadas que parten del siguiente esquema: hay víctimas porque hay sociedad, escindida en dos partes, sin reglas comunes de juego político; busquemos esas reglas de juego y acabaremos con la violencia terrorista. Este planteamiento, que, con mucha más finura y matices, es el que se hace J. María Setién en 'El diálogo de la construcción de la paz. Ética y perspectiva cristiana' (del libro Educación para la paz, Murcia, 2000), ignora precisamente la mirada de la víctima. Si no hubiera víctimas, sino sólo unos comerciantes, por ejemplo, a los que les va mal el negocio por los enfrentamientos políticos, podría hablarse de un problema entre dos colectivos simétricos enfrentados que debería arreglarse poniéndose de acuerdo. Éste no es el caso, porque aquí hay víctimas y, por tanto, ciudadanos inocentes asesinados, es decir, hay unos que son culpables de la sangre inocente derramada por razones políticas. No puede ya haber simetría entre los que matan y los que no matan. La relación es asimétrica, y eso lo explica bien Rousseau cuando dice: 'Imponiéndose la necesidad de hacerme daño, este hombre ha hecho depender su suerte de la mía'. El terrorista está en manos de la víctima, y con la víctima no se dialoga, sino que se interioriza su significado. El posible diálogo pasa por un rito de iniciación en el lenguaje de la humanidad que el verdugo sólo puede hacer de la mano de la víctima. Hay, por tanto, una diferencia esencial entre la estrategia pactista y la mirada de la víctima. La política siempre estará tentada de acortar los tiempos, propiciando el fin de la violencia a cualquier precio, pero ese recorte en tiempo lo es también moral.

Las manos de las víctimas son generosas. Kafka, el detective incansable del poder del mal, dice que lo propio de la víctima es 'ocupar el menor espacio posible', una manera de definir su sentido de la justicia, modesta y universal. La justicia de la víctima quiere alcanzar a los verdugos. Pero, eso sí, les dice cómo integrarse, cómo re-humanizarse: aprendiendo a ver el mundo con su mirada.

La víctima es una realidad nueva que no estaba en el diseño original de la democracia. Es significativa su creciente presencia en la opinión pública. Ya no son sólo objetos de negociación económica -que es a lo que han sido reducidas durante mucho tiempo-, sino que representan una autoridad moral. Como todos los valores morales, pueden ser tomados en serio o arrollados por cualquier urgencia. Pero difícilmente podrá ya relacionarse la política con la moral sin tener en cuenta la significación objetiva de las víctimas; sin asumir, pues, el significado de su existencia.

Reyes Mate es profesor de investigación en el Instituto de Filosofía del CSIC.

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