El miedo y los principios
Un tertuliano cuyo nombre no hace falta recordar terciaba en el debate suscitado por la tragedia de Lorca con la siguiente afirmación: lo que nos tenemos que preguntar es si los inmigrantes nos son útiles o no. La respuesta era que sí, por supuesto. La personalidad del tertuliano me hace pensar que la cuestión estaba planteada con la mejor de las intenciones: convencer con razones prácticas -que la ideología dominante dice que son las únicas que la gente entiende- a los que se dejan arrastrar -o caminan sin hacerse de rogar- hacia el discurso del rechazo. Yo también he apelado alguna vez al argumento de la necesidad de mano de obra extranjera para que España pueda mantener sus niveles de desarrollo, con la vana esperanza de convencer a los ciudadanos que proyectan sus pánicos en la inmigración y a los ideólogos que estimulan las bajas pasiones ridiculizando los remilgosos discursos sobre la universalidad de los derechos humanos. No sigamos perdiendo el tiempo con concesiones que finalmente sólo devalúan al que las hace. A los ideólogos de la superioridad nacional y del rechazo al otro no les convenceremos nunca. Y a los conciudadanos que se dejan arrastrar por sus vértigos será difícil hacerles entrar en razón mientras haya un Gobierno que alimenta sus fantasmas negando la ciudadanía a un gran número de inmigrantes que son jurídicamente degradados y socialmente estigmatizados con el nombre de ilegales.
Los empresarios cubren las necesidades de empleo con inmigrantes -ilegales a veces- y el Gobierno pone la policía. Así podemos seguir muchos años, con una sobreexplotación encubierta con todo el mundo mirando a otra parte
La pregunta no es si los emigrantes son útiles o no. La pregunta es si son iguales en dignidad y derechos a cualquiera de nosotros. La respuesta del Gobierno es que no. Todo lo demás se da por añadidura. Entrar en el debate de la utilidad o inutilidad es aceptar que puede prescindirse de la cuestión principal: la igual dignidad. Y entrar en una lógica que hoy les decreta útiles y mañana inútiles, según la conveniencia, con una mano exhibiendo la intolerancia contra los inmigrantes y con la otra tapándose los ojos ante la realidad de su inhumana explotación. Y así poder decir, por ejemplo, que lo de Lorca es un accidente imprevisible, del que no se puede hacer responsable a ninguna autoridad.
Sabemos que el progreso moral no existe, pero tampoco se puede decir que se avance mucho en el proceso civilizatorio. Decía Freud en respuesta a Einstein, sobre el hombre y la guerra: 'En un momento dado, al propósito homicida se opone la consideración de que respetando la vida del enemigo, pero manteniéndolo atemorizado, podría empleárselo para realizar servicios útiles. La violencia, en lugar de matarlo, se limita a subyugarlo'. A veces parece que no hemos avanzado mucho desde el momento originario del respeto a la vida del otro. Subyugarlo para que nos sea útil. Y si no, excluirlo. En estos términos se plantea la política de inmigración. No es extraño que las encuestas digan que el rechazo y el racismo aumentan. La ideología dominante se llena la boca con las palabras movilidad y globalización. Pero el que se mueve, si es pobre y busca trabajo, ya sabe a qué se expone: o es útil -y acepta las condiciones- o es un ilegal, es decir, un preciudadano desde el punto de vista jurídico, un estorbo que hay que devolver a su país desde el punto de vista político y carne de sobreexplotación tolerada desde el punto de vista económico.
El miedo a los principios atemoriza a la izquierda. Demasiadas veces ha sido acusada de no saber salvar la distancia entre los valores y la realidad. El miedo a perder la sintonía con una ciudadanía llena de temores hace que sus dirigentes se muevan con pies de plomo en esta cuestión. Y sin embargo, es una cuestión central para el futuro de la convivencia democrática. El principio de partida es muy simple: la dignidad de toda persona. Y a partir de aquí, todas las consideraciones y concesiones a la cruda realidad son susceptibles de ser consideradas y discutidas. Los principios son una referencia, no una trampa. Sólo el dogmático se atasca -y nos atrapa- en los principios (o en su negación en nombre de una supuesta idea de la realidad). Pero lo que no es un punto de partida aceptable es dividir la sociedad en dos categorías: legales e ilegales, que en determinadas circunstancias equivale a legales y esclavos.
La economía y la política: los empresarios cubren las necesidades de empleo con inmigrantes -legales a veces, ilegales otras- y el Gobierno pone la policía, como si se tratara simplemente de un problema de orden público, de política de fronteras. Así podemos seguir muchos años, con un goteo constante de tragedias en el mar y en las carreteras, con una sobreexplotación encubierta con todo el mundo mirando a otra parte. Con su política de palo a la inmigración y tolerancia con cierto empresariado, el Gobierno pretende satisfacer a una parte de su electorado. Pero el juego de los fuegos controlados -un día en El Ejido, otro en Lorca- tiene los riesgos del aprendiz de brujo. En vez de preparar a la sociedad para recibir inmigrantes, se la forma para el rechazo. El conflicto está asegurado.
En estos tiempos llamados posideológicos y que en realidad están ideologizados hasta la asfixia de la sensibilidad ciudadana, la jerarquía en el planteamiento de las cuestiones clave se pierde a menudo. Ocurre en otro tema de actualidad: el síndrome de los Balcanes. Toda la preocupación se centra en si ha afectado o no a los soldados españoles. ¿Y a los ciudadanos de Kosovo, que son los que están destinados a convivir con los efectos nocivos de la tormenta de bombas? Se dice que vivimos tiempos muy pragmáticos. El pragmatismo de lo tribal: el centro de interés, de preocupación y de solidaridad es el espacio de cercanías, sus filias y sus fobias. Como si en la sociedad global no hubiera otro mundo que el pequeño mundo de cada uno.
Josep Ramoneda es periodista y filósofo.
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