Después de cada atentado
En España hay 3.000 familias que han sido víctimas del terrorismo. Algunas de ellas explican su terrible experiencia
Se conocieron en su barrio de Verdum, en Barcelona, eran vecinos de la misma calle. Casi niños, se hicieron novios y se casaron. Él trabajaba y aún trabaja como electricista, y ella, hasta hace muy poco, estaba al frente de su peluquería. Tuvieron dos hijos, Sílvia y Jordi. Acababan de estrenar el chaletito adosado en una urbanización de Santa Perpètua de Mogoda donde hoy siguen viviendo. De repente, el 19 de junio de 1987 un dolor inimaginable les traspasó y les marcó para siempre.
Han pasado 13 años y no hay día que Enrique Vicente Mañé (Barcelona, 1949) y su esposa Núria Manzanares Servitjá (Barcelona, 1951) no recuerden el día en que perdieron a sus dos hijos, Jordi de 9 años, y Sílvia, de 13, y a la hermana de Núria, Mercè.
'Había terminado el curso', recuerda ella; 'pocos días más tarde nuestra hija se tenía que ir de viaje de fin de curso con las compañeras del colegio y su afán era comprarse un bañador. Yo la hubiera acompañado, pero aquella tarde tenía que estar en la peluquería, de manera que en mi lugar fue mi hermana; y el niño, que en principio se iba a quedar en casa con el abuelo, quiso ir con ellas. Yo les sugerí que fueran a esas galerías que entonces se estaban poniendo de moda, el Bulevard Rosa. Pero decidieron que irían más cerca'.
Fueron a Hipercor. Hicieron las compras. Cuando Mercè, Sílvia y Jordi ya estaban en el aparcamiento, ya se habían metido dentro del coche, estalló la bomba que ETA había colocado en los grandes almacenes. Por unos minutos, piensan siempre Enrique y Núria, por unos minutos no se salvaron de la matanza.
Estamos sentados en la sala, entre el árbol de Navidad, el belén y la pecera. Todo está limpio, muy limpio y ordenado. Una casa como tantas. Una familia como tantas destruidas por el terrorismo. Enrique saca del bolsillo el carné de conducir. De debajo de la solapa de la funda saca un papelito: el recibo de la compra. 'Aún conservo el tiquet. No sé por qué, siempre lo llevo encima'. Los signos dicen: Bañador. Laca. Pan y pastas. Total, 3.175 ptas. La fecha: 19 junio. La hora no está marcada, seguramente las máquinas registradoras no llevaban aún reloj.
Cuando trascendió la noticia de que ETA había causado una matanza en Hipercor, Enrique tuvo que peregrinar de hospital en hospital para identificar entre los cadáveres y los heridos a los suyos. 'Tenía que encontrar a mi cuñada, porque al ser menores de edad los niños no tenían carné de identidad. Pensé que si encontraba a Mercè podría reconocerles a ellos. 'Ir buscando a los tuyos entre los muertos ya es... imagínese. Y reconocer al nene muerto fue horroroso'. Pero su hermana no estaba con él, de manera que se me despertó la esperanza de que siguiera viva. Luego comprobé que no: 'Lo que había pasado es que, como ya tenía 13 años, la habían puesto en la sala de las mujeres. Allí la encontré'.
El niño no estaba inscrito en el seguro de vida de la familia, y Enrique tuvo que tramitar el entierro, pagar, firmar papeles. Cada sórdido detalle de los trámites que hubo que cumplir, los papeles que tuvo que firmar, las palabras que tuvo que decir, le parecían imposible de afrontar, firmar, decir. Durante los funerales se desmayó. Su esposa pasó una temporada en el limbo de los sedantes. 'Un golpe así', dicen los dos, 'no se supera nunca. Te destroza la vida. Nosotros no nos hablábamos, nos era imposible decirnos lo que había pasado, lo que nos pasaba ahora. Cada uno por su lado pensaba que aquello no podía habernos ocurrido. Te haces un montón de preguntas que no tienen respuesta. Te culpas a ti misma de lo ocurrido, piensas 'ojalá no les hubiera dejado ir', piensas que deberías haberles acompañado...'.
Creían que seguir viviendo iba a ser imposible, pero entonces se enteraron de que Núria estaba embarazada. 'Decidimos que teníamos que aguantar por el nuevo crío'. Se volcaron en Enric, que ahora, con 12 años, es un colegial y un pescador aficionado en las playas de Blanes, donde la familia tiene un apartamento.
'Nos forzamos a mostrar buen humor, a darle una impresión de alegría, hacemos de tripas corazón para que él no sufra también las consecuencias. Pero, por supuesto, el carácter nos cambió. Pierdes la alegría, no tienes ganas de nada. La salud se resiente'.
Años después del atentado a Enrique le operaron para extraerle un tumor cerebral -él cree que es consecuencia somática de la pérdida de sus hijos-. La operación le ha dejado las marcas de unos hoyos en la frente. Ahora el tumor se ha reproducido y el próximo marzo el mismo médico que le operó se lo extirpará. Núria lleva un año y medio atravesando una depresión. 'Cada vez que los etarras matan volvemos a vivirlo todo. Pensamos en lo que estará sufriendo la familia de la víctima y pensamos que ojalá sea el último. Pero mire, nosotros creemos que ETA es una secta, y aunque les den lo que quieran, la independencia, el poder, cualquier cosa, seguirán matando, y luego se matarán entre sí, hasta que no quede nadie...'.
De la pena al odio
Las historias de todas las víctimas del terrorismo se parecen en lo sustancial, pero todas son diferentes. El libro de Cristina Cuesta Contra el olvido explica cómo los familiares de las víctimas de la violencia etarra en el País Vasco han tenido que sufrir además aislamiento social, insultos y agresiones, sospechas y silenciamiento. Esto no se da en el resto de España. Los relatos de los familiares a veces se obsesionan con algún detalle circunstancial o alguna falta de protocolo o delicadeza de las autoridades. Suelen hablar en voz baja, contando un secreto delicado. El atentado, además de robar una o varias vidas, expande en el círculo de los allegados un dolor manifiesto o latente que vuelve a manifestarse como nuevo cada vez que ETA comete un asesinato. El 8 de enero de 1992, el comando Barcelona asesinó al comandante Arturo Anguera. A su viuda, Roser Blanc, no le gusta hablar de experiencias que no hay posibilidad de compartir con los demás: 'Porque, afortunadamente, nadie se puede poner en tu piel; los demás pueden cerrar la puerta y olvidarse'. El Ejército 'se portó como si fuera mi familia, así que no me sentí sola'. Las hijas del matrimonio, que entonces tenían 19, 17 y 14 años, han salido adelante: 'No han conseguido hundir a ninguna de ellas, y yo me he forzado a sonreír y darles ejemplo. Claro que cuando llegan estas fechas es muy duro. Pero esa gente [se refiere a los etarras] me da pena: tener que ir por la vida escondidos, al acecho...'. Guillem (es un alias) tenía 19 años y hacía el servicio militar como chófer cuando ametrallaron su coche, mataron al oficial al que transportaba y a él le hirieron de dos balazos. Fue operado para extraerle una bala alojada en el hígado, y al cabo de un tiempo volvieron a operarle. Las secuelas siguen: 'Cuando haces un esfuerzo te duele el diafragma, y sabes por qué te duele'. Guillem asistió al juicio de los asesinos, y como tantas otras víctimas de atentado, se llevó la sorpresa de ver que los familiares y amigos de los criminales acuden en masa. 'No sé si pagados por la comunidad vasca o por el partido o por quién, y allí estás tú, escuchando cómo jalean a los asesinos'. Recuperado de sus heridas trabaja como civil en un cuartel. 'Desde que mi cuñada murió en atentado, mi hermano, sus hijos y yo estamos marcados', dice Francesc (alias), profesor en un instituto de Barcelona. 'Ella era el alma de la familia, y él se quedó muy hundido. Yo me dediqué a ayudarle y acompañarle en salidas y viajes al extranjero. Mi hermano ha acabado superando el trauma, pero la verdad es que cada vez que vemos a Egibar en la televisión... sentimos odio'.
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