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LA CRÓNICA
Columna
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Vacaciones en el mar

Un tópico contemporáneo lamenta la dificultad de encontrar un remanso de paz. El planeta -se dice- está hecho un ruidoso pañuelo, las masas se agolpan en las calles habituales y en las vacacionales. Hay gente en los vagones laborales, en los supermercados cotidianos, en los vuelos a Cancún y en los restaurantes rústicos. Estamos todos en todas partes, esquiando, paseando o viajando en metro; y siempre de la misma manera: en la asfixiante posición de las sardinas en lata. Luchando contra esta fatalidad, los de mente más utópica buscan la tranquilidad aventurándose por exóticas selvas o cordilleras. Y los de poderoso billetero se refugian en carísimos hoteles del quinto pino. Unos y otros coinciden allí con sus semejantes. Vuelven a estar rodeados. Al parecer, los vertederos del Everest nada tienen que envidiar a los vertederos de una populosa ciudad de Occidente: las montañas de basura presiden todos los horizontes.

La soledad está aquí: entre los bloques de apartamentos de nuestras poblaciones marineras, insufribles colmenas en verano fantasmales nichos vacíos en invierno

Y sin embargo, no es tan complicado encontrar un poco de silencio y una cierta paz. No hay que viajar al quinto pino. Basta con alquilar, por cuatro perras, un apartamento costero fuera de temporada. Así ha pasado este cronista las navidades. Cerca de Palamós, en Torre Valentina. No teman: no voy a contarles ninguna insufrible anécdota personal. Sucede que he visto en el invierno costero un paisaje que merece ser descrito. Un paisaje dominado por una soledad fenomenal. La soledad no está en el desierto ni en las cimas de los Andes. La soledad está aquí: entre los colosales bloques de apartamentos de cualquiera de nuestras poblaciones marineras, insufribles colmenas en los meses de verano y fantasmales nichos vacíos en invierno.

En una de estas invernales mañanas, aprovechando el solecito, el cronista observa estupefacto la inutilidad de las enormes moles de ladrillo y cemento irremediablemente alzadas junto al mar. Excepto un perro y su amo, nadie pasea por la playa. Las lluvias del fin de milenio limpiaron rieras y torrentes, que vomitaron su fabulosa suciedad en el mar. Las olas, después, la han regurgitado en las playas. La arena es, pues, soporte de una abigarrada exposición de detritus urbanos. Entre pelados troncos y ramas, destaca el estridente colorido de los plásticos (botellas, botes de limpieza, macetas, recipientes de productos químicos) que alternan con desechos de todo tipo: herrumbrosas latas, zapatillas troceadas, trapos deshilachados, quincallería doméstica, almohadas de espuma. Hay que controlarse: ante esta fenomenal exposición de nuestros residuos, el cronista tendiría a segregar grandes cantidades de filosofía barata. No es fácil sustraerse a la rara sugestión de este paisaje de regurgitaciones. La bahía de Palamós está completamente sembrada de desechos. Aquí entregamos, en verano, nuestras pieles pálidas pidiendo al sol una caricia de color de miel y aquí, en invierno, entregamos nuestros mejores detritus. Marcando el territorio, para que los perros no se confundan.

Pasadas las dulces horas del mediodía, la sangre del crepúsculo tiñe rápidamente el cielo; y el agua del mar, oscureciéndose, adopta la viscosa apariencia del aceite. A partir de este momento la sensación de abandono se intensifica. Las luces del flamante paseo que permite recorrer de punta a punta la bahía se encienden para nadie. En los grandes bloques, aparecen unas pocas luces que confirman que la soledad es casi completa. ¿Vivirá alguien aquí durante todo el año? Es éste un escenario ideal de novela negra. Si los bosques más alegres y los prados más cantarines se convierten durante la noche en inquietantes espacios de misterio, estos enormes edificios vacíos parecen exigir, más que sugerir, una historia rara, unas biografías sórdidas, un suceso espeluznante. El mar se está enfadando y el viento, barriendo la playa, expulsa punzantes dardos de arena. De repente, la luz dorada de un bar. Una rubia mira el mar a través de los cristales. Su acompañante es calvo y tiene rasgos eslavos -ojos achinados, nariz y cogote importantes-. Lee un periódico de gruesos titulares cirílicos. Para no ser menos, el cronista pide un vodka. Las lucecitas del árbol de Navidad parpadean. Una balada rusa suena por los altavoces, pero no impide escuchar los rugidos del mar. A través de los cristales, el cronista, sin perder de vista a la rubia, contempla el festival de espuma que en la playa organizan las olas embravecidas sobre el fondo negro de la noche. Pronto la rubia se esfumará en un Mercedes. Más tarde, impulsada por el furioso viento, la arena cubrirá completamente el paseo. Y el cronista, tiritando, avanzando contra el viento por el solitario paseo, definitivamente solo, emparedado entre el agitado mar y los silenciosos bloques de apartamentos, creerá haber entrado en un filme.

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