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Dar la caña a los Balcanes

Francisco Veiga

Llevamos una década observando el mismo mecanismo: unas elecciones certificadas como 'limpias' desde Occidente suponen el supuesto final de una crisis balcánica. Sobre todo si con ellas desaparece alguno de los malvados políticos que han centrado la inquina de los analistas. Lo que no interesa va a parar a los cajones del olvido o es simplemente ninguneado. Pasa el tiempo y reaparece el problema que nunca dejó de existir. Pero para entonces ya nadie recuerda las elecciones redentoras.

Después de un incontable número de comicios que arrancan de 1990, la reciente convocatoria en Serbia vuelve al mismo aburrido argumento. Durante estos dos últimos meses, los medios de comunicación nos han suministrado algunas confusas informaciones en medio de un desganado triunfalismo. Las negociaciones entre el nuevo poder de la coalición DOS y los derrotados socialistas han precedido al aplastamiento final de estos últimos. Sin embargo, el reiterado uso del término 'negociación' y la elevada abstención en las elecciones serbias dan pistas un tanto contradictorias con el sentido de la información que consumimos. Nadie se toma la molestia de 'negociar' con el enemigo político derrotado; por lo tanto, todo parece indicar que se ha estado organizando un enorme chaqueteo, el cual ha permitido continuar en el poder a los hombres de la anterior Administración. Desde las subsecretarías ministeriales hasta la dirección de las empresas, pasando por el alto mando militar y la representación diplomática, la gran mayoría de los hombres de la anterior Administración sigue ahí. Podría argumentarse que es el caso de todas las transiciones, pero hay una importante diferencia: Slobodan Milosevic sigue vivo y con ganas de dar guerra. Y DOS tiene que superar la previsible lucha de ambiciones entre sus coligados para limpiar toda la anterior Administración y poner gente de confianza, todo ello lo más rápidamente posible. Se trata de desactivar una bomba de relojería. Algo parecido ocurrió en Rumania, donde, después de cuatro años de ineficaz Gobierno del centro-derecha bendecido por las cancillerías occidentales, han regresado al poder Ion Iliescu y los socialistas que otrora denominábamos 'neocomunistas'. Hace un par de meses había una verdadera fiebre de comparaciones ejemplarizantes entre la caída de Ceausescu y la de Milosevic, pero la enseñanza más realista de las elecciones rumanas del 2000 nadie ha querido tenerla en cuenta para Serbia. Lo cual nos demuestra que este país no arranca ahora de 1990, porque existe el consumado ejemplo de los vecinos, y tontos serían los serbios si repitieran de nuevo y paso a paso caminos ya contemplados.

Pero las recientes elecciones serbias aportan otro interesante tema de reflexión. Debido a que el 'malvado oficial' de las potencias occidentales (Slobodan Milosevic) se ha deshinchado, todos los actores críticos de la zona tienen ahora la categoría de 'buenos': los serbios, los tradicionales aliados croatas, los bosniacos, los albaneses y los montenegrinos. Este esquema es insostenible a medio plazo tras una década de planteamientos maniqueos, pero de momento resulta ingenuo seguir utilizando la sombra de Milosevic para explicar y juzgar. Los problemas de Serbia no vienen de sus vecinos; éstos son problemas en sí mismos y han de ser solucionados en su conjunto, no unos a costa de otros. Para las grandes potencias intervinientes se ha terminado la fase de la actuación política 'contra' y ha sonado el momento de las soluciones integradas. Y, por supuesto, sería temerario dar pábulo a las interminables argumentaciones utilizando el pasado como justificación, las supuestas deudas de la historia y otros cuentos balcánicos que en Occidente se han amplificado hasta el absurdo y siempre terminan por no explicar nada, llevando a ninguna parte. En el actual momento de la integración europea tiene poco sentido que los herzegovinos decidan irse de Bosnia y construir una frontera fortificada. O que los albaneses sueñen con aumentar sus problemas cargando con Kosovo. La cuestión es que, como ha quedado meridianamente claro tras la cumbre de Niza, los países que se enzarzaron en guerras y en los viejos problemas de las fronteras han quedado excluidos de la integración, lo cual es perfectamente lógico y no afecta a los que decidieron separarse sin violencia, caso de la República Checa y Eslovaquia. Por lo tanto, si Serbia está ahora en 1990, también lo están el resto de las repúblicas ex yugoslavas y Albania, a diferencia de las otrora menospreciadas Rumania y Bulgaria.

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Eso es algo que tendría que recordarse con más frecuencia, dejando de lado las estériles polémicas sobre quiénes tienen derecho a seguir siendo el peón de las grandes potencias y, por lo tanto, a recibir más o menos favores que en su momento despertarán la inquina del vecino. Ya no es momento de movilizar a los albaneses, croatas y montenegrinos contra los serbios y de hacer promesas engañosas sobre el premio a repartir. El verdadero trofeo era la integración en la Europa rica, y en ese sentido, Croacia y Serbia han quedado a escasa distancia de los cuatro protectorados occidentales: Albania, Macedonia, Bosnia e incluso Kosovo. A falta de todo ello, y con muchos años de espera por delante, las potencias intervinientes deberían dejar de lado fórmulas teóricas supuestamente aptas para todos los Balcanes. No es tiempo de iniciar nuevas cruzadas decimonónicas ni de varitas mágicas, sino de empirismo, de soluciones realistas adaptadas a zonas concretas, de programas puntuales de desarrollo, bien estudiados y que den el máximo protagonismo a los actores regionales. La vieja parábola del pescado y la caña es, en estos momentos, la más apropiada.

Francisco Veiga es profesor de Historia de la Europa Oriental en la Universidad Autónoma de Barcelona.

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