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Columna
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El mono

Rosa Montero

Mi juguete preferido en la niñez fue un mono de peluche que heredé de mi hermano. Era un muñeco viejo cuando lo recibí y yo lo desgasté de amor durante muchos años. Al final había perdido los ojos, la cara era un puro zurcido y se le salía el serrín por todas partes. Un día, cuando cumplí 13 años, mi persuasiva madre me convenció de que yo ya era muy mayor y de que debía desprenderme del muñeco. De modo que lo envolvimos en un lienzo blanco y le dimos un emotivo entierro dentro de la lata de la basura. Ahora que lo pienso, me parece que todavía no se lo he perdonado a mi madre.

Cuento esta historia porque acabo de recibir una carta inusitada. Es de una lectora de Huesca que pasó por Madrid con su familia hace un par de semanas, con tan mala fortuna que unos ladrones les abrieron el maletero del coche. Se llevaron una cámara de fotos, abrigos, cazadoras y no sé cuántas cosas más, todas ellas objetivamente valiosas. Pero lo que la lectora lamenta de verdad es que también se llevaron el mono de peluche de su hijo, un muñeco muy viejo que, como ella dice, 'había resistido el paso del tiempo y de las modas'. Es el único objeto que su crío conservó año tras año, una roca de firmeza y continuidad en el mudable y sucesivo delirio de dinosaurios, Power Rangers, Transformers y demás juguetes de deglución instantánea y condición efímera. Ese mono había conseguido ser 'algo valorado de verdad', escribe ella.

La carta tiene dos folios escritos a mano por las dos caras. En una hoja aparte viene un dibujo en color y a toda página del monito. Es un bicho simpático vestido con una especie de pijama a rayas. Nunca había recibido una carta tan larga y apasionada en petición de ayuda para encontrar un peluche raído: me siento como un Rey Mago, algo de lo más apropiado en estas fechas. La historia puede parecer disparatada, pero me conmueve la congoja de la lectora, porque en este mundo fugitivo, turulato e insustancial, en el que todo es intercambiable e indiferente, ella ha investido a ese mono de firmeza. Es el símbolo de la inocencia perdida, y de esa realidad sólida y elemental dentro de la cual hemos habitado en algún momento, aunque ahora apenas si podamos recordarlo.

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