Sopor y poco público en la primera corrida del milenio
Una cosa es la estadística, primera corrida del milenio, otra la efemérides, ¿te acuerdas de la estocada de Trujillo?, y otra el contenido taurino, de sopor.
Fernando Cámara reaparecía después de su desventura portuguesa y estoqueó al primero del siglo, negro zaíno, de nombre Floro y marcado con el número 35. Cumplió la función estadística. En lo de torear, Cámara lo intentó por lo moderno, ya que el toro no mostraba excesivo celo y el matador trataba de suplirlo cogiéndolo de largo, dándole sitio, allanándole las dificultades, dejándole el camino expedito para que la res no tuviera que pelear, sino tan sólo desplazarse, como un autobús de línea. Toreo de pensamiento único, o sea, de ausencia de pensamiento. Desde la lejanía, a veces, enjaretaba algún muletazo suelto. No es que estuviera mal, sino que lo hacía a lo moderno, ligero, políticamente correcto.
Veroniqueó notablemente al cuarto, que salió como la gaseosa, fuerte de entrada y sin fuerza después. No fue posible la paz porque ni toro ni torero plantearon la guerra en una lidia larga y premiosa que fue una perenne invitación al bostezo. Cuando parecía que el toro iba a repetir la embestida, o Cámara le quitaba el engaño de la cara o el astado se caía por iniciativa propia. Seguro que Fernando Cámara, si se lo propone seriamente, puede dar mucho más de sí.
Juan José Trujillo continuó su guerra particular de torear una corrida aislada para ganarse la siguiente. Lo mejor fue la estocada al quinto, un volapié a cara o cruz de los antiguos, que hizo caer rodado al toro. ¿Valió la oreja? Sin duda. A su primero, que metía bien la cabeza y, a la vez, tenía tendencia a ocupar el terreno de nadie, lo toreó correctamente por verónicas y delantales. Con la muleta, intentó ganarle la pelea por bajo. Trujillo es torero sin exquisiteces, pero consistente y honrado, que quiere torear cruzado, por bajo y rematando, tarea compleja; de ahí que cuando el toro le alcanzaba la muleta, tenía que pagar prenda, porque éste no era tonto y trataba de corregir la puntería. Esto provocó la falta de continuidad de la faena y que sólo alcanzaran calidad pases aislados y alguna serie demasiado corta.
En el quinto se colocaba en el sitio, con valor y ánimo, pero sin llegar a cuajar. Puede que faltara oficio o que el recorrido que le marcaba a su oponente no fuera adecuado.
Antonio Ferrera se quitó de encima como pudo y no debía al tercero, sin fuerzas y con peligro. En el segundo tercio del sexto se reveló como un continuador, degradado, de la escuela de Manolín, aquel magnífico y atlético torero cómico que secundaba al mítico Bombero. Puso dos pares de banderillas, uno de ellos al violín, que no llegó a serlo y se convirtió en puñalada trapera. Repitió la suerte -es un decir- y se quedó en ridículo. Con capote y muleta consiguió desperdiciar el mejor del encierro y con la espada lo mechó echándose fuera. Es elemental respetar a todo aquel que viste el traje de luces, pero no estaría de más que alguno comenzara por respetarse a sí mismo.
Babelia
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