La compasión como política
Se han puesto de acuerdo. Afirman que nos quieren ayudar. Que no tenemos por qué sufrir. Nos prometen compasión. Son los nuevos conservadores. La nueva derecha que niega su propia condición. Aún resuena en mis oídos la frase con la que Aznar inició el discurso de clausura del último congreso del Partido Popular: "Sólo en el diccionario, la palabra éxito antecede a la de trabajo". Y la ponencia de Zaplana remachaba el clavo: trabaja y tendrás oportunidades; si no lo haces, si no aprovechas esas oportunidades, no te preocupes, tendremos compasión; habrá nuevas oportunidades y, en última instancia, nos ocuparemos de ti, nos ocuparemos de los "perdedores". En Italia se ve por doquier el rostro del líder de Forza Italia, de un sonriente Berlusconi que dice querer seguir los pasos de Aznar, que asalta a los transeúntes con una frase que me sonó familiar: "Un deber absoluto: ayudar a los que se han quedado atrás". También Pujol, en Cataluña, practica la misma canción: hemos de ayudar a los que no nos pueden seguir. El que finalmente será nuevo presidente de Estados Unidos, George Bush, prometió también en su campaña electoral utilizar la compasión como política. Mientras, se plantea seguir con la pena de muerte, no acepta poner trabas al comercio de armas en su país, propone privatizar la poca seguridad social de que disponen los norteamericanos y gastar millones de dólares en una nueva generación de misiles (¿compasivos?). Son los nuevos conservadores. Es la nueva derecha.¿Dónde está la novedad? La novedad está en el reconocimiento de que la opinión pública, después de unos decenios de políticas de bienestar y después de resistir un primer asalto con menos finezza de los Reagan y Thatcher, no comparte el liberalismo puro y duro. A la gente le desazona la miseria. Se aparta de ella, pero lo hace con arrepentimiento, con sentimiento de vergüenza. En la imparable marcha hacia nuestra conversión definitiva en sólo consumidores conviene securizar y tranquilizar al respetable. Los nuevos conservadores parecen haber hallado la receta: la compasión es la solución. No hablan nunca de desigualdad o de exclusión como fenómenos sociales. Se refieren siempre a los que no pueden seguir, a los que se han quedado atrás. Personas que no han aprovechado las oportunidades que se les han brindado. Son perdedores. Pero no han de ser definitivamente excluidos por ello. Démosles nuevas oportunidades, nos dicen. Para ellos, la nueva economía abre cada día más y más posibilidades. Sólo se necesita ser flexible, adaptable y reciclable. No importa la calidad de los nuevos empleos. No seamos antiguos. ¿A quién le preocupa la brasileñización de Europa? (Ulrich Beck). Lo significativo es avanzar, ampliar mercados y aprovechar las oportunidades. No politicemos una desigualdad que, según esa concepción, sólo tiene raíces individuales.
Lo que realmente tenemos delante es un cambio de época en el que la desigualdad se manifiesta ligada a múltiples factores, tiene nuevas dimensiones y no puede responderse desde las lógicas con las que los poderes públicos se enfrentaban a la desigualdad hace unas décadas, en plena madurez de la sociedad industrial. La desigualdad presenta hoy muchas más facetas. Genera fracturas en el tejido social. No permite integraciones fáciles. Y poco a poco, algunos quedan fuera del sistema, pierden lazos sociales, pierden ganas de luchar, pierden orgullo y dignidad, se excluyen y son excluidos. Y lo nuevo es que ese proceso afecta a nuevos sectores, multiplica los riesgos. Golpea más a los más vulnerables, pero alcanza asimismo a personas y colectivos que hace unos años se sentían seguros. Pero la exclusión no es algo achacable al destino. No expresa una fatalidad personal. Lo que ocurre es que, a diferencia de otras épocas y situaciones, los afectados por ese nuevo proceso de desigualdad compleja y multidimensional no se ven capaces de organizarse. Su misma heterogeneidad y marginación hacen difícil que generen un sujeto colectivo y propio de movilización y de cambio histórico, capaz de luchar contra la exclusión. Y así no es difícil llegar a la falsa conclusión de su inevitabilidad. Para la nueva derecha, ése es un terreno abonado. Nos dicen que todo progreso genera perdedores. Y nos dicen que debemos ayudarlos compasivamente, aunque sea a costa de estigmatizarlos y cronificarlos. Deberíamos quizás recordar que ésa sólo es una de las opciones políticas posibles.
La tibieza de la respuesta socialdemócrata ante esas propuestas indica que ha sido cogida a contrapié. Se es consciente de que las viejas recetas no sirven, pero tampoco se ha sido demasiado capaz de construir alternativas. La llamada tercera vía, si bien es prometedora en la recuperación de los espacios locales y en la reivindicación de las respuestas comunitarias, en muchos casos ha acabado aceptando una lógica que se presenta como inevitable. En Francia, con mucho impulso y liderazgo voluntarista desde los poderes públicos, se van articulando alternativas. En Holanda, con mucha imaginación y aprendizaje social, se van encontrando vías para complementar flexibilidad, protección y calidad del empleo. Por otra parte, la solidez de los sistemas de bienestar de los países nórdicos les abre un margen de maniobra para poner en marcha nuevas estrategias de innovación social. Estos y otros posibles ejemplos demuestran que el diagnóstico y las recetas del conservadurismo compasivo no son las únicas posibles, y que, en cambio, existen alternativas practicables desde otras perspectivas y desde otros valores colectivos.
Joan Subirats es catedrático de Ciencias Políticas de la Universidad Autónoma de Barcelona.
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