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Empuje vecinal

Ignoro si existe un galardón para las asociaciones de vecinos que se destaquen en la lucha por la mejora de su marco urbano y humano, pero, de existir, la intitulada Asociación de Amigos del Centro Histórico de Valencia es una candidata muy cualificada a colgarse la medalla. Me consta que no es la única con créditos para ello y es seguro, asimismo, que los problemas que afronta son menos graves y perentorios de cuantos se registran en otros parajes de la ciudad, donde la inseguridad, la droga, la contaminación acústica, la prostitución y la desidia del gobierno municipal alcanzan cotas más opresivas. Sin embargo, el tesón y la beligerancia de la mentada la califican sobradamente para el premio y, en todo caso, para que se le reconozcan públicamente sus méritos.El lector acaso se pregunte por qué cruzada, logro o rasgo sonados habría que subrayar la actividad de esta asociación y, en este sentido, aún pudiéndose anotar algunos triunfos celebrados, el más relevante a nuestro parecer es la sensibilidad y constancia en la denuncia casi diaria de las irregularidades y despropósitos que saturan el paisaje urbano y que en ocasiones revelan la irreverencia o desdén con que las autoridades tratan el patrimonio artístico y muy a menudo también los derechos más elementales de los ciudadanos. Andamios que se eternizan en la vía pública, aditamentos rocambolescos en los monumentos señeros, solares convertidos en basural y un dilatado etcétera que cualquier viandante con ojos en la cara puede colmar. Irregularidades y desmanes expresivos, además, de que la concejalía de disciplina urbanística sólo es una casilla en el organigrama edilicio, una pamema.

En definitiva, la actividad de la asociación es la propia de este género de plataformas que siempre se han proyectado con mayor o menor dinamismo. Si hoy ponemos el acento en ésta es porque su renovada belicosidad delata a nuestro entender que los vecinos han llegado a la conclusión de que nadie les va a sacar las castañas del fuego, que han de ser ellos quienes cívicamente, y en ocasiones con la hirsutez de un cardo borriquero, deberán poner contra las cuerdas a los gestores políticos, ungidos, al parecer, para más altas empresas, como el debate y la fiscalización de los presupuestos o la lucubración de proyectos faraónicos. Los políticos no están para esas otras citadas menudencias que, sin embargo, son decisivas para la calidad de vida del vecindario.

El envés de este plausible fenómeno no es otro que la creciente fisura entre el magma vecinal y los partidos políticos instalados en los ayuntamientos, que al final acabarán por representarse sólo a sí mismos, entregados a un risible ejercicio de autismo. Quizá piensen -digo de los ediles- que ocupar un escaño en el hemiciclo corporativo les exime de bajar a la calle y pulsar los agobios reales de los administrados y, mucho más, de abanderar sus causas menores y cotidianas. Quizá estén en lo cierto, pero que no se sorprendan si los vecinos toman conciencia de que son un poder autónomo, con su propia inercia y creciente cabreo. Un paso más y las siglas partidarias serán perfectamente prescindibles. Hoy, la política real está más en la plaza pública que en las crujías consistoriales, donde por lo visto unos duermen y otros cantan nanas.

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