Natividad
En el tiempo de las cruzadas, de los castillos rodeados de viñedo y de los cazadores de mandrágoras, María era una gran madre. Su figura corpulenta abrigaba al Niño como una ermita de fuertes naves hincada en campos cubiertos por la nieve. Años más tarde, en el tiempo de los pajes, de los palacios y de los astrónomos flamencos, se transformó en una muchacha rubia, de figura flexible, que recibía visitas de ángeles imperiosos y altivos. Ella, modesta, apartaba el libro o la canastilla de costura y contestaba ecce ancilla domini. Cada transformación de María ordena un mundo nuevo. A finales del siglo XIII, las grandes madres abandonaron la tierra y dieron paso a doncellas que como Julieta o Melibea habían leído a Petrarca. Y, si no lo habían leído, lo llevaban en unos ojos encendidos como cristaleras de catedral. Pero ¿cómo es hoy María, cuál es su rostro?La Navidad celebra a la muchacha y a la madre que cada año pare un dios semejante a nosotros en aquello que nos hace dignos de poblar la tierra, pero distinto en todo lo demás. El rostro de María, para quienes ni desde la más rigurosa incredulidad hemos dejado de mirarlo como algo propio e imprescindible, parece, sin embargo, haberse ocultado. Lo buscamos estos días en los diarios, en la televisión, en el cine, inútilmente. La única Iglesia que la venera, la de Roma, hace decenios que se ha desentendido de ella, agobiada por sus rebeldes hijas.
La madre del dios que nacerá dentro de poco es hoy una mujer sin rostro, aunque a veces creemos adivinarla por la calle, tan agitada y distraída como todo el mundo, y se diría que olvidada de sí misma. Inmersa en un tiempo feroz que odia todo lo que merece perdurar, María borra sus huellas y se mezcla con la multitud para pasar inadvertida por el ángel. Si su hijo nace entre nosotros, aún veremos imágenes que le ilustren como profeta, luchador y víctima. No ha cambiado tanto la figura del héroe que quiere torcer el mundo y sólo consigue que le tuerzan el cuello. Pero de ella no. Nadie se atreve a imaginarla. Hace unos años lo intentó Godard y las turbas le quemaron el cine aterradas ante el aspecto que presentaba, en nuestros días, la muchacha que acepta parir un dios sabiendo que van a asesinarlo.
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