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Tribuna:CUADERNO DE TEATRO
Tribuna
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¡Oh, Flo! MARCOS ORDÓÑEZ

Marcos Ordóñez

- 1. El vuelo de Ícara. Casta diva acaba de estrenarse en Teatreneu, incorporándose de un salto al podio de los musicales catalanes más extraños de los últimos tiempos, que comparte con Turning point, de Villalonga & Collado, y El temps de Planck, de Belbel & Roig. Los tres coinciden también, diría yo, en similares "acordes y desacuerdos": quedan por debajo de sus expectativas, pero exhalan una poderosísima voluntad de riesgo, de alejarse de los senderos trillados. Por otro lado, es obvio que sus propios listones son muy altos: de ninguno de los tres puede decirse que haya elegido un asunto sencillito pero mono para cubrir el expediente. En Teatreneu, ocho actores, cantantes y bailarines de El Musical més Petit, acompañados por piano y batería, fantasean, durante 14 escenas y otros tantos números musicales, sobre la alucinante historia de Florence Foster Jenkins, soprano. Una historia que parece inventada por Edith Sitwell. O por Welles. Pero no, fue real, como testimonia, entre otras cosas, la recuperación en CD de sus arias (Florence Foster Jenkins, The glory (¿¿¿) of the human voice, BGM Classics -los interrogantes son suyos-) en cuya portada parece Margaret Dumont vestida de ángel incongruente, alas de algodón incluidas.Daniel Dixon, en The diva of din, nos cuenta que, de niña, FFJ era casi una autista superdotada para la música. A los ocho años apenas hablaba, pero ya dio su primer concierto de piano. Su padre, un banquero de Pensilvania, trató de cortarle las alas e impedir su carrera musical negándole su asignación. A los 17, la futura diva se fue de casa y empezó a ganarse mal que bien la vida como profesora de piano. Hubo un corto y desgraciado matrimonio con un médico, y un divorcio; todo esto, importa señalarlo, sucedía en 1902. En 1909, el banquero Foster murió y Florence se convirtió en millonaria, decidida a invertir todo su dinero en la música. En 1912 comenzó a costearse sus propios conciertos, en Newport, Washington, Boston y Saratoga Springs, pero su leyenda no arrancó hasta su llegada a Nueva York. Sus extravagantes peinados y vestidos deslumbraron en las revistas de moda, y sus recitales operísticos se convirtieron en acontecimientos. Actuaba dos veces al año, en el Sherry's de Park Avenue, y ofrecía un concierto especial, selectísimo, en el Ritz-Carlton Hotel. Para unos, era un ángel enviado a la tierra para "comunicarse" a través de la música, y todavía pueden encontrarse adoradores actuales en las páginas angeleológicas de Internet. Para los críticos, poseía una poderosísima coloratura de soprano, pero "era incapaz de entonar una melodía, y su sentido del ritmo era errático". Su público se dividía entre los incondicionales, que lloraban de emoción, y los "ignorantes", como les llamaba ella, que lloraban de risa. Caruso, por ejemplo, nos cuenta Daniel Dixon, siempre sintió por ella "respeto y afecto", pero el mito de la Foster Jenkins se alimentó de sus rarezas. Seleccionaba personalmente a su público en entrevistas privadas, con preguntas esotéricas, y tras un accidente de taxi premió al conductor con una caja de carísimos habanos porque el choque le había permitido alcanzar un tono de voz "todavía más alto". Su historia es la historia de una obstinación. Desdeñaba las risas, pasó por encima de todas las críticas. Le hacía feliz cantar y sentirse una gran diva. Sus números estelares eran Angel of inspiration y la españolísima Clavelitos, que interpretaba vestida de manola y arrojando claveles -una vez con cesta incluida- al público. A los 76 años se decidió a "expandir su música" y alquiló el Carnegie Hall para un gran concierto, el 25 de octubre de 1944. Fue ahí donde, al parecer, se quemaron sus alas. Económicamente resultó un éxito: se agotaron las localidades -a 20 dólares cada una- con semanas de antelación y el beneficio bruto alcanzó 6.000 dólares de la época, pero las carcajadas fueron atronadoras. Un mes y un día más tarde, la Foster Jenkins murió y se llevó su secreto a la tumba: ¿ángel, loca o, tercera teoría, autora de uno de los bromazos conceptuales más caros de la historia?

- 2. Entre Dalí y Tamara. Éste es el singularísimo material de base con el que el equipo de El Musical més Petit ha construido Casta diva, pero no busquen excesivos paralelismos con la realidad original, mucho más poderosa, mucho más seductora que su -forzosa- reducción escénica. Digamos que Daniel Anglès (idea, dramaturgia, letras), David Pintó (letras), Xavier Bertrán (texto del libro y letras adicionales) y Dani Espasa (música) han hecho viajar a la Foster Jenkins a través del tiempo para convertirla, un poco, en el heraldo de todos los cantantes freak de la historia. Porque en todas las épocas, vienen a decirnos, ha habido cantantes como la Foster Jenkins. Como Yma Sumac, la peruana de taladrantes agudos, que se consideraba una descendiente directa de los reyes del sol. O la anglo-latina Margarita Pratacán, que hará unos pocos años arrasó en los music-halls londinenses deconstruyendo estándares en un inenarrable spanglish. O, en el Madrid de ahora mismo, La Rata de Antequera, según nos informó cumplidamente Jordi Costa en su básico Mondo Bulldog: un cantautor con orejas de Mickey Mouse y una tesitura vocal de roedor en celo. O, evidentemente, el nombre que les ronda por la cabeza a casi todos ustedes desde el comienzo de este párrafo: la incalificable Tamara Seisdedos. Cantantes increíblemente extraños, que provocan una poderosísima mezcla de adoración y repeluzno, y que viven convencidos, contra todos los vientos y mareas del universo, de que son los mejores en lo suyo. Daniel Anglès escuchó las arias de la Foster Jenkins mientras ensayaba El somni de Mozart e inmediatamente se dijo: "Aquí hay un musical"; un musical que también dirige, en compañía de Víctor Alvaro, y para el que el grupo ha optado por la síntesis y el pequeño formato. Hay dos narradores: un cantante, Xavier Mateu, y un actor, Xavier Bertrán. Xavier Mateu canta y Xavier Bertrán cuenta. Mateu es un crooner nato, de espléndida voz, aunque sus movimientos de maestro de ceremonias resulten un tanto forzados, como si intentara imitar todo el rato a Bob Fosse (en El pequeño príncipe) y no acabara de salirle. Bertrán, que se dio a conocer encarnando a otro cantante increíblemente extraño, el Guillermo Gallardo de Gimiendo a lo lindo, encarna aquí al marido difunto de la Foster Jenkins. Su narración, con el impecable timing cómico que le caracteriza, se alterna con una serie de escenas en las que los narradores, interpretados a su vez por Pau Miró y Rosa Boladeras, se multiplican: los padres, compañeros, amigos y admiradores de la diva. La diva, Flo, es Eva Barceló, que interpreta su personaje como si fuera un cruce entre Dalí y Tamara. La parte daliniana se pone de manifiesto en una de las mejores escenas del espectáculo, la que recrea los famosos interrogatorios de la diva a su público posible, con grandes preguntas zen como "construeixi'm una frase amb els mots maionesa y bogeria". La interrogada es otra freak sublime, interpretada por Rosa Boladeras en estado de gracia: comienza narrando el asesinato de sus padres para poder dedicarse a la música, su gran pasión, pero no obtiene la codiciada localidad hasta responder que "la maionesa i la bogeria donen gust al menjar i a la vida, respectivament". La irrupción, mediado el espectáculo, de un programa televisivo tipo Salto a la fama, presentado por Pau Miró, decanta el símil tamarístico: al final, la diva será despiadadamente aniquilada por los mismos que la auparon mediáticamente a la fama.

El escollo básico de Casta diva -intentar reproducir las coloraturas de la Foster Jenkins- se solventa, con desigual acierto, por la vía conceptual (las plumas que el crooner Mateu hace brotar de su boca, una idea sencilla y eficaz) o por el intento, gentileza de Jaume Morató y Xaro Campo, de traducirlas coreográficamente: bailan las arias Marta Blanco, J. G. y Bealia Guerra, y como sus danzas, a mis ojos, me evocan el televisivo Ballet Zoom de los setenta o un sofisticado curso de aeróbic, no sabría decirles si resultan deliberada o casualmente paródicas. La partitura de Dani Espasa, por otro lado, huye del territorio operístico, quizá por ya transitado en El somni de Mozart. A excepción de la deconstrucción final del aria de la Reina de la Noche de La flauta mágica, que Eva Barceló interpreta como si estuviera intentando seducir a Carles Santos, el resto de la música, curiosamente, podría inscribirse en las líneas más melódicas del musical de los ochenta: pienso, para poner un referente, en el Lloyd Webber de Song & dance, aunque es muy probable que haya otros muchos que a mí se me escapen. Canciones agradables, bien construidas, bien resueltas, pero que no llegan a ser memorables: pesa mucho más, en el recuerdo, la potencia del personaje, la originalidad de las letras y el humor descacharrado y surreal del libreto. Una última cosa: atención a Teatreneu. Están empezando a despegar en serio. Entre Blau/Taronja y Casta diva, selecto programa doble, tienen ustedes en la calle de Terol una de las ofertas más imaginativas de la cartelera.

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