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Tribuna:LA CRÓNICA
Tribuna
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El cuelgue del móvil RAMON BESA

Ramon Besa

De camino a Radio Barcelona, en mitad de La Rambla, ausente como voy, me entra de pronto un sofocón. Pegadas las manos en los bolsillos de la americana como si fuera un cow-boy, tan ridículo como esa estatua viviente de pistolero que se alza frente a mí, percibo preocupado que no llevo el móvil. Quería llamar al periódico para advertir de un cierto retraso sobre mi llegada por un asunto que no viene al caso, un puro formalismo que, sin embargo, me provoca cierto desasosiego, acostumbrado como estoy a dar parte de cuanto hago desde que llevo un teléfono a cuestas.Obsesionado en telegrafiar mi vida, busco con la mirada una cabina hasta que advierto la presencia de una especie de tiovivo en el que los teléfonos se sitúan circularmente el uno junto al otro, separados de manera muy frágil por una mampara. Tomo uno, descuelgo el auricular, lo coloco sin motivo alguno entre el cuello retorcido y la clavícula subida, y vuelvo a palpar. Ni una moneda. Peor: ni una tarjeta. La maleta en la que guardo todos mis papeles me aguarda en el periódico. En cuanto a la cartera, no me ofrece más que un miserable billete de 1.000 pesetas. Habrá que cambiarlo. Pruebo con un quiosquero, que me responde de mala manera, perdonándome la vida, como si le hubiera faltado.

Me quedan pocas alternativas, así que me decido por pedir la colaboración ciudadana y al primero que pasa le pregunto si tiene cambio para llamar por teléfono. La respuesta me deja sin palabras: me ofrece su móvil para salir del paso. Le agradezco el gesto, pero le contesto que no, que gracias, que no hace falta, que no sabría cómo llamar con un teléfono que no fuera el mío.

En los momentos de apuro, siempre había echado mano de las cabinas y hasta de los locutorios públicos. Recuerdo haber hecho cola en el de Llafranc para llamar a Perafita, a mi casa, y contar cómo iban las vacaciones, procurando no levantar la voz, recogiéndome para que cuantos aguardaban turno no se enteraran de mi veraneo, hablando lo justo para no hacerles esperar más de la cuenta: como si estuviera, vamos, en el confesionario de la iglesia de mi pueblo. Allí, en Perafita, la centralita de teléfonos era por aquel entonces el centro de operaciones de la localidad, el lugar justo en el cual, sin querer, te enterabas no ya de cuanto acontecía, sino de lo que iba a pasar, cosa mucho más interesante.

Hoy Perafita ya no tiene centralita y en sus calles nunca ha existido una cabina; en Llafranc, el locutorio sólo lo utilicé para mandar un texto que el móvil rechazaba; y en mitad de La Rambla las cabinas ante las que estoy plantado -he acabado comprando una revista para tener cambio- ya no son lo que eran, han perdido intimidad hasta convertirse en un poco convincente movil-fijo. Ahora mismo, un magrebí lleva 10 minutos cantándole la caña a vete a saber quién con el mismo tono de voz que una señora emplearía para advertir a casa de que no la esperen hasta el día de Navidad.

La gente habla por la calle de la misma manera con o sin teléfono, es indiferente. Puede uno pasarse un viaje en tren sin reparar en el compañero de asiento, pero que esté conversando durante una hora con un primo al que ha decidido telefonear para advertirle de que llegará tarde y, ya de paso, para poner a parir a toda la familia, extremo del que se entera todo el vagón. Es posible incluso que el menú de cualquier almuerzo se convierta en una ración de teléfono entre dos vecinos, por lo demás incapaces de aguardar a la noche para discutir sobre lo que más le conviene a la fachada del edificio del que son copropietarios.

Hay personas a quienes les gusta radiar su vida por un móvil. Los padres se deciden a comprar un teléfono portátil a sus hijos para tenerles localizados en las noches de sarao, sin reparar en que necesitan más el teléfono de marras ellos que sus herederos. Éstos, más que para tranquilizar a sus progenitores, lo aprovechan para enviarse mensajes en clase en lugar de pasarse papelitos y tirarse bolitas como hacíamos antes.

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Ahora que es Navidad, no dejes que te regalen un móvil porque, en el fondo, quieren comprar tu silencio, tu autonomía y tu vida; o, lo que es lo mismo, quieren montarte un despacho ambulante. Ni los hinchas que se desentienden de la pareja argumentando que van al Camp Nou tienen ya coartada. No es extraño que los inmigrantes se compren un móvil a la que pueden porque es una forma de tener un certificado de existencia.

Más que tarjetas, hoy se intercambia el número del móvil. El teléfono fijo queda para menesteres más serios. Telefonear exige, al fin y al cabo, intimidad, una buena sonorización y una mejor audición. Justo lo contrario de lo que ofrece un móvil: ruidoso, equipado con escandalosas melodías de llamada y sumamente exigente con las cuerdas vocales, que obliga a forzar hasta el heroísmo. El móvil está muy bien en funciones de emisión, pero como receptor es un auténtico esclavista: la única defensa que concede al usuario es saber quién le llama antes de descolgar, de manera que puede no hacerle caso, aunque más tarde se verá obligado a pretextar que es alérgico al sonido vibrador. El móvil es una cosa y el teléfono otra, así que he decidido no llamar al periódico porque no vale la pena, intrascendentes como son muchas de las comunicaciones que mantenemos. Triste conclusión.

Añoro los tiempos en que las noticias no eran noticias hasta que uno llegaba al diario y le escuchaba el director.

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Sobre la firma

Ramon Besa
Redactor jefe de deportes en Barcelona. Licenciado en periodismo, doctor honoris causa por la Universitat de Vic y profesor de Blanquerna. Colaborador de la Cadena Ser y de Catalunya Ràdio. Anteriormente trabajó en El 9 Nou y el diari Avui. Medalla de bronce al mérito deportivo junto con José Sámano en 2013. Premio Vázquez Montalbán.

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