Es lo mismo, pero no es igual Jorge Wagensberg
Son las 22.45 del 11 de septiembre y el aparato de la American Air Lines despega del aeropuerto de São Paulo con destino a Denver (Colorado). Según el comandante, seguiremos el rumbo Noroeste: cuenca del Amazonas, Colombia, mar del Caribe y golfo de México. Volaremos a baja altura y poca velocidad. La cena se sirve enseguida y, al poco rato, los escasos pasajeros se las arreglan para dormir a lo largo de dos o tres asientos por cabeza. A las dos horas, la luna me despierta. Allí está, perfectamente redonda, en el centro del rectángulo romo de la ventanilla y colgada como una lámpara sobre un océano de árboles, un rincón de la inmensidad amazónica bañado en plata. Pero el prodigio se descubre aplastando la nariz contra la ventana para buscar la vertical del lugar. ¿Qué es esto? ¡Un círculo luminoso recorre la selva, solidariamente al avión, como si éste dispusiera de un potentísimo proyector de luz apuntado hacia el suelo! No hay interlocutores despiertos a mi alcance.Miro arriba: la luna disimula con su rostro de facciones inmóviles. Miro abajo: el extraño disco de luz revela detalles de la espesura, meandros, lagos, árboles y más árboles. De repente, allá arriba, la luna se esconde tras una nubecilla y el disco de luz, allá abajo, se apaga con exacta simultaneidad. ¡Ajá! Ángulo de incidencia, igual a ángulo de reflexión: la luna se refleja en el pulido fuselaje del avión y se pasea por la selva. Por solidaridad con la inspección lunar, sigo al disco hasta que el alba lo disuelve.
Horas después, la situación a bordo se ha invertido: ahora soy yo el único durmiente. Cuando despierto, ya hemos empezado a descender sobre un desierto cegado por el sol. Me he perdido el desayuno. En Dallas, la nave se ha llenado de ejecutivos salidos de la ducha que repasan sus papeles. Ahora, el sol no brilla en el paisaje enmarcado por mi ventanilla. Está al otro lado, claro; acaba de levantarse por el Este. Me hago una broma a mí mismo y busco el disco luminoso de la víspera. Pero la broma me sale muy seria porque... ¡lo encuentro! Ahí está otra vez el círculo, mucho más luminoso aún que su abrasado entorno inmediato, solidario a la trayectoria del avión, lamiendo el desierto en línea recta, a pleno sol. Por su interior desfilan de vez en cuando casas, poblaciones, carreteras, lo que arranca minúsculos destellos de colores de los cristales, de las carrocerías de vehículos o de las señales refractantes de tráfico... ¿Cómo explicar ahora el fenómeno? Quedo, otra vez, cautivo y cautivado por la mancha de luz. El avión sigue perdiendo altura. De repente aparece un punto oscuro en el centro del disco, que crece a medida que el avión desciende. Ahora parece un avioncito desenfocado. A la figura le salen ruedas. Es la sombra del avión. ¡Cuidado! La sombra crece y ahora, muy nítida, se nos acerca peligrosamente... ¡Va a tocarnos! Un golpe seco indica que nos ha tocado. Acabamos de aterrizar. No puede ser otra cosa: el disco de luz es la figura central de difracción, justamente la de máxima intensidad, creada por los rayos del sol, después de difractarse sobre el contorno del cuerpo opaco del avión y proyectarse luego, en línea recta, contra el suelo.
Encontrar la esencia oculta común entre dos cosas aparentemente diferentes equivale a comprender. (Por ello, la gravitación comprende tanto la caída de una manzana madura como las órbitas de los planetas). Es la inteligibilidad: lo que ayuda a comprender incluso cuando dos fenómenos aparentemente iguales resulta que, en esencia, no lo son, como la reflexión lunar en la selva y la difracción solar en el desierto.
Jorge Wagensberg es director del Museo de la Ciencia de la Fundación La Caixa (Barcelona).
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