Ferrero viene de fierro
Ahí está el imponente Rafter: bien plantado sobre el fondo de la pista, exhibe sus mecanismos de disuasión. Tensa las guías de su bigote mongol, ordena zafarrancho de combate, se transforma en un mascarón de proa y, con las zapatillas clavadas junto a la línea, empieza a soltar mandobles sobre el eje de la cintura.
Parece un jugador de tenis, pero en realidad es una batería flotante. Su potencia de fuego es un secreto a voces: si te pones a tiro, puede hacerte saltar por los aires de una sola andanada. Concebido para combates rápidos, se atiene a su mandato con disciplina: mata con el saque y remata con la volea.
Con estos antecedentes, en sus mejores días transmite tal sensación de superioridad que sus adversarios parecen atletas de categoría inferior, deportistas de cabotaje, que al menor impacto empiezan a mostrar vías de agua. Si logra encadenar una buena serie de salvas, el contrario, llámese Pedro Zancas o Pete Sampras, suelta un chorro de linimento y se va a pique sin rechistar.
Sus problemas empiezan cuando la batalla se prolonga. Y en el Palau Sant Jordi se prolongó.
Enfrente, al otro extremo de la pista y de la escala, estaba Juan Carlos Ferrero. Fuertemente artillado pero liviano, era la viva estampa de la fragilidad. Camuflado en su aspecto de querubín y en su osamenta ligera, largo y nervudo, daba la impresión de estar a la espera de que el gigantón australiano le alcanzase en el pecho con alguno de sus proyectiles dorados para encogerse como un calamar. Ya lo habían advertido los expertos: su suerte, si es que cabía alguna, estaría unida a la duración de la batalla. Si las acciones eran rápidas y los puntos cortos, Rafter le pasaría por encima en un santiamén.
Pero Ferrero tenía la lección bien aprendida, así que decidió pegar y bailar. Poco a poco, ángulo por aquí, ángulo por allá, le obligó a salirse de su tenis de latón: le hizo cambiar de planes, de masajista, de toalla y de perfil, y ahora se quejaba de las lumbares, los gemelos y la columna, y luego chirriaba como un armatoste en las profundidades del Palau.
Cuando quisimos darnos cuenta, el chico Ferrero estaba acribillándole, y él empezaba a hundirse por la cadera de estribor. Era la alegoría de un viejo acorazado, con sus cuadernas oxidadas, sus torres inservibles y sus musculosas baterías apuntando al juez de silla.
No hizo falta barrenarlo. Soltó la raqueta, entregó el partido y se dirigió mansamente al túnel de desguace.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.