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Tribuna:LA CASA POR LA VENTANA
Tribuna
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El amigo ecuatoriano

Un inmigrado es por lo común una persona a la que otros prefieren ver exclusivamente como un emigrante

Ayer sábado iba a entrar en el portal de casa cuando me encontré con cuatro ecuatorianos que preguntaban por el número de timbre de un vecino para mi desconocido, así que no les pude decir y abrí el portalón de entrada y cuando iba a cerrarlo uno de ellos me preguntó todavía si la hacienda correspondía al número cuatro de la calle. Les dije que así era, y subí los peldaños pensando en un término, hacienda, que mi probada incultura me impide discernir si se trata de una expresión de uso común en Ecuador o si corresponde al habla de las zonas campesinas de aquel país latinoamericano. Hay que decir que el temor de los vecinos temerosos hace que durante los fines de semana se desconecte en la finca -que ocupa toda la manzana, con ocho bloques de viviendas para una sola entrada- el sistema automático de apertura de puertas que te permite atender a las llamadas sin tener que buscar las llaves, tomar el ascensor y bajar las escaleras para abrir la puerta, de manera que, ya en el ascensor, rumié para mis adentros algunas cosas sobre el desconcierto que las molestias de esa exagerada precaución tendría que originar en personas de otra cultura y otros hábitos que todavía denominaban como hacienda el portal (curioso el uso del término en internet) de un proceloso bloque urbano de viviendas. Por esos azares de la memoria, en los segundos ociosos que dura el viaje en ascensor me acordé de una escena en algo parecida, aunque con protagonistas locales: una señora mayor, con un niña en brazos, llama al interfono de una pesada puerta, que se abre pero se cierra antes de que pueda entrar, y entonces lo que hace la mujer es golpetear el vidrio enrejado con sus nudillos por ver si la puerta se abre de nuevo. Al salir del ascensor, y por otro capricho de la memoria, recordé una cosa que contaba Juan Benet con tanta gracia, provisto de su vaso de trago largo en la mano: el alumno de físicas en examen que preguntado por lo que sucedería si el agua no se solidificase a partir de cierta temperatura, puso cara de resacoso espanto antes de responder: "Sería horrible".Sería horrible, en efecto. Ese disparatado desajuste en la respuesta resulta tan poco pertinente como afortunado en su expresión doméstica de desconcierto, de modo que al entrar en casa comenté que desde hacía algunas semanas teníamos también como vecinos a unos educadísimos ecuatorianos, que -haciendo memoria de lo observado últimamente- incordiaban mucho menos que la eterna vecina de arriba dedicada a entretener sus madrugadas de soledad cambiando todos los muebles de sitio, el chiquito de la ventana que da al deslunado y sus desafortunados aunque ruidosos ensayos nocturnos con una guitarra eléctrica, el viudo sin hijos pero con perros a los que viste de fallero en las grandes celebraciones locales y que ladran como vicetiples hasta altas horas durante los fines de semana, o la vecindona solitaria y recelosa que te estampa en las narices la puerta del portal cuando llega con el carrito de la compra, se asegura de que abres con tu propia llave, y entonces tiene la jeta de pedirte que la ayudes a transportar la compra hasta la entrada del ascensor. Se dirá que son rasgos de carácter petrificados por el tiempo, pero yo veo ahí esa mezquindad del vecino urbano que ha aprendido a desconfiar de todo aquello que no sea estrictamente anciano o conocido y que lleva escrita en su frente de ciudadano del miedo el estigma de una demandada inseguridad ciudadana que acaso desea como estímulo de susto de una vida desprovista de entusiasmos.

Son vecinos, los de siempre, acostumbrados a ver toda la programación televisiva de casi todas las cadenas. Me consta porque a veces no podemos dormir hasta bien entrada la noche a causa de los risotadas que nos llegan a propósito de Tómbola o Debat obert, o bien porque en mañanas raras nos alcanza la voz inconfundible de María Teresa Campos y su gaseoso salero de andaluza marujeada. En cuanto a los ecuatorianos, me cuesta creer que se entusiasmen con esa clase de programas. Parecen más ocupados, en lo doméstico, en no molestar y en cuidar a las muchas amistades y tantos otros niños con los que conviven. Así que uno imagina, quizás porque de adolescente le gustaba el regate en corto de Julio Cortázar, que más bien platican por las noches con un tono de voz sólo audible para los reunidos, en unas veladas en las que reina acaso una elocuencia de susurros, que lo mismo se perderá si se habitúan a la desconsideración vecinal de su nuevo entorno. Si ven la tele, eso ocurrirá de otra manera, y dada su apostura -de gesto y de lenguaje- verán en el anuncio de Isabel Preysler a una señora bastante menos elegante que su mayordomo. Además -ojos de cordillera andina- son de natural más guapos que la mayoría de nosotros.

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