Una vista de vetones
Las ruinas de un pueblo celta coronan un precioso cerro panorámico junto a la aldea abulense de Villaviciosa
Los vetones que se afincan hacia el siglo VII antes de Cristo en los aledaños de Gredos son altos y rubios celtas del gremio de la pastoría, partidarios de la cremación, devotos de la Luna y muy peleones, tanto que, según Silo Itálico, "luchan entre sí cuando no hay enemigo exterior". Además sabemos, por Estrabón, de su salvaje toilette ("se lavan y limpian los dientes con orines envejecidos en cisternas") y de su visión de la maternidad ("las mujeres trabajan la tierra y, cuando paren, sirven a sus maridos acostándoles a ellos en vez de acostarse ellas mismas en sus lechos"), que no es más salvaje que la que tienen muchos hombres actuales.Rodeados por los arévacos, los vacceos, los lusitanos y los carpetanos, que son otros apaches de cuidado, los vetones anidan vigilantes en altos cerros fortificados. Ulaca, que en su parca lengua equivale a Corazón de la Tierra, es su capital, un castro señero desde el que se atalaya la inmensidad del valle de Amblés, con las espaldas guardadas por la sierra de la Paramera y, detrás de ésta, por la aún más alta muralla de Gredos. Y allí resisten, peleados hasta con su sombra, hasta el siglo I antes de Cristo, cuando los romanos, que tienen una idea más universal de Hispania que aquella salvajina de tribus, los invitan a mudarse al fondo del valle.
Dos mil y pico años después, en la aldea abulense de Villaviciosa, al pie mismo del cerro, nos recibe un hermano pequeño de los toros de Guisando, uno de esos verracos de granito a los que eran tan aficionados los vetones y que nadie sabe si eran cerdos, jabalíes o toretes; tótems, dioses, símbolos sexuales o meros mojones. El caso es que hoy adorna la plazuela que hay junto al hostal Sancho de Estrada, que es una fortaleza muy cuca, estilo Exin Castillos, obra del mentado Sancho, infanzón asturiano que ayudó a Raimundo de Borgoña, el marido de doña Urraca, a defender Ávila de la morisma. ¡Uf...! Tanta historia, en tan poca plaza, marea.
Cerca del castillo, entre la oficina de turismo y la iglesia, nace una pista de tierra por la que vamos a subir suavemente bordeando la ladera occidental del cerro hasta que, a los diez minutos, nos desviemos a la izquierda para franquear una portilla verde y tomar una senda marcada con hitos que salva un repechón de 300 metros de desnivel. Difícilmente distinguiremos entre el roquedo ninguna de las tres murallas que ceñían el castro, pero, a media hora del inicio, alcanzaremos un rellano con restos evidentes de algunas de las 250 casas que lo poblaban, todas ellas de piedra, de una sola planta y -es de suponer- con techo de retama a la vieja usanza pastoril.
A unos cien metros del rellano, en dirección noreste, reconoceremos el altar de sacrificios: una estancia rectangular labrada en la roca junto a un cancho en la que aparece tallada una doble escalera. Y enfilando luego hacia la cima, sin perder los hitos, pasaremos por una peña con una boca como de horno, que unos dicen que tal vez fuese fragua de armas, a las que los vetones eran muy aficionados, y otros terma para baños iniciáticos, que bastante falta les harían.
Otras ruinas, mas éstas telúricas, son las que descubriremos caminando hacia el sur por la loma cimera: bolos graníticos en insólito equilibrio, peñascos rotos por la gelifracción en mil formas caprichosas, rocas agujereadas como quesos de Gruyère por la lenta química de los elementos... Los mismos agentes que obraron -mirad allá abajo- el dilatado valle de Amblés, por el que corre el Adaja en pos de la amurallada Ávila, visible en la lejanía, custodiado por la sierra de Ávila, al septentrión, y la de la Paramera, al mediodía.
Siguiendo siempre los hitos que jalonan la senda, bajaremos con rumbo suroeste al Portezuelo, collado que separa nuestro cerro de la riscosa cabeza de Navasangil. Y, doblando luego a la diestra, daremos de nuevo en la pista que viene de Villaviciosa, donde empezamos este garbeo de dos horas. O de dos milenios, según se mire.
Para todos los públicos
- Dónde. Villaviciosa (Ávila) dista 137 kilómetros de Madrid. Se va por la autopista A-6 hasta la salida de Villacastín y luego por la N-110 hasta Ávila, para desviarse poco después de rebasar la capital por la N-502 y, al llegar a Solosancho, doblar hacia Villaviciosa. - Cuándo. Paseo circular de seis kilómetros y unas dos horas de duración, con un desnivel de 340 metros -Villavicio-sa, 1. 150 metros; castro de Ulaca, 1.491- y una dificultad baja, apto para todos los públicos y cualquier época del año, salvo pleno verano.
- Quién. José Manuel Martín es el autor de Las sierras desconocidas de Ávila, guía de la editorial El Senderista (91 541 71 70), en la que se describe una variante más larga de esta ruta, de unos 10 kilómetros, efectuando el regreso al pueblo desde el Portezuelo por el valle del río Picuezo y la ladera septentrional del cerro.
- Y qué más. Para comer y alojarse: hostal-restaurante Sancho de Estrada (920 29 10 82), sito en un coqueto castillo medieval erizado de almenas, garitas y matacanes, y con muros (de hasta tres metros de espesor) a prueba de terremotos.
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