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¿Y si Calderón no fuese un clásico? VICENÇ VILLATORO

En los últimos meses, hemos tenido ocasión de ver en Barcelona un par de montajes muy ambiciosos de obras de Calderón. Fue primero La vida es sueño, en el Romea, a cargo de Calixto Bieito, y ha sido más tarde, en el Teatre Nacional, El alcalde de Zalamea, dirigido por Sergi Belbel. Cada uno en su estilo, son dos directores interesantes e inteligentes, se trata de dos montajes con vocación de estilo, pero de los dos he salido, personalmente, con un cierto sentimiento de decepción. ¿Qué fallaba? La primera tentación fue pensar que los directores habían traicionado aspectos esenciales de la obra de Calderón, fundamentalmente su vocación ideológica. Pero existe también otra posibilidad, un tanto herética, que es la que justifica este artículo. ¿Y si lo que falla es precisamente Calderón? ¿Y si resulta que Calderón, contra lo que parece, no es realmente un clásico?Antes de avanzar es imprescindible que nos pongamos de acuerdo sobre qué es un clásico. Si consideramos que un clásico es un autor importante, influyente, imprescindible para entender la historia de la literatura y, en este caso, del teatro, que escribió piezas grandes, no hay duda de que Calderón es un clásico. Pero si un clásico es aquel que es perpetuamente contemporáneo, aquel que siempre puede ser leído al margen de su contexto histórico, aquel que nos interpela, que nos habla de nosotros porque habla de cosas que nunca caducan, entonces es perfectamente posible que Calderón no sea un clásico. No es un problema de época ni de lenguaje. La Odisea, Dante, Cervantes y Shakespeare son clásicos, vigentes, nos hablan de problemas contemporáneos porque nos hablan de problemas eternos.

Tengo dudas, en cambio, sobre que Calderón sea un clásico en este sentido de la palabra. Calderón es un genio que crea grandes artefactos teatrales, impresionantes, que fascinaron a los románticos. Pero estos artefactos teatrales geniales están al servicio de unos temas y de unos posicionamientos que no nos interpelan en absoluto. Calderón es un autor extremadamente ideológico, cuyo tema de fondo es siempre el orden, la estratificación social construida por la sangre y por la honra. Que el honor sea patrimonio del alma y que el alma sólo sea de Dios no significa nada en absoluto a finales del siglo XX. Calderón es un formidable propagandista ideológico de una visión ordenada del mundo, a la que sirve más o menos metafísicamente en ocasiones y en otras con dramas de aspecto más terrenal, más próximo. Pero en su conjunto la obra de Calderón se inscribe en los debates sociales del siglo XVII, ilustrados con conflictos pensados a la medida de este debate.

El problema no es que Calderón sea un autor reaccionario. Lo era, y en términos del siglo XVII, no sólo del siglo XX. Juzgarlo con paradigmas ideológicos de nuestro tiempo sería injusto. Pero también era reaccionario, en este mismo sentido, Lope, y todavía más Quevedo, conservador, providencialista, antisemita. No lo era Cervantes, naturalmente. Y Quevedo, a pesar de su ideología, es absolutamente contemporáneo, absolutamente clásico: algunos versos de Quevedo - "serán cenizas, mas tendrán sentido;/ polvo serán, mas polvo enamorado"- se podrían haber escrito ayer por la tarde. Y por lo que respecta a Lope, la intuición de lo popular, la frescura del lenguaje, la fluidez del verso, le permiten sobrevivir mucho mejor. Son contundentes y demoledores los comentarios de Antonio Machado, a través de su Juan de Mairena, sobre el carácter apelmazado del verso de Calderón al lado del verso de Lope. El problema no es de ideología ni, en el fondo, de maneras. El problema es el mismo motor de la escritura de Calderón, enraizado en la cuestión de los linajes, la limpieza de sangre y el honor del siglo XVII, escasamente relevante vista desde el siglo XX. Y el problema es una construcción teatral intelectualista, ideológica, puesta al servicio de esta voluntad ideológica, sin que se escapen de estos formidables y maravillosos artefactos teatrales muchos reflejos de vida.

Me temo que dos directores inteligentes y sólidos como Belbel y Bieito se enfrentan a los textos de Calderón e intuyen que en el fondo no se puede presentar de una forma contemporánea. Pero como hay que hacerlo, como no se puede negar la importancia de Calderón porque el Gobierno del PP está en ofensiva cultural, porque estamos en celebración de aniversario, a partir de su texto montan otra cosa, que tiene poco que ver. Bieito monta -exagero- un espectáculo de danza contemporánea a partir de la trama calderoniana, lee el verso a toda velocidad para que no acabe de entenderse y convierte La vida es sueño en una reflexión que no es sobre la libertad. Belbel monta El alcalde de Zalamea como si no fuera un conflicto social, sino un conflicto sentimental, convierte lo barroco en romántico y, consciente de que el drama colectivo ya no puede interesar a nadie, lo convierte en un drama individual. Los dos sólo salvan de Calderón los personajes del gracioso, por donde se escabulle un poco más de vida, un poco más de humanidad y menos de ideología.

¿Significa eso que Calderón debe ser enterrado en el armario, que no hay nada que hacer, que es un pasado sin interés? En absoluto. Calderón permite -e incluso exige- el acercamiento erudito a alguien que es muy importante en la historia de la literatura y el teatro. Un clásico, pero sólo en este sentido. En el otro, en el de la contemporaneidad perpetua, en el del interés al margen del tiempo en que creó, Calderón no funciona. No pasa nada. Sucede con muchísimos autores importantes, que tienen un lugar destacado en los libros de historia, pero que no pueden ser recuperados como si fuesen contemporáneos, como si estuviesen hablando de nosotros. Bieito y Belbel hicieron cuanto pudieron. Es posible haber sido un gran autor y no ser un clásico. Me temo que es lo que sucede con Calderón.

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