En caída libre
La escalada de atentados palestinos y represalias fulgurantes israelíes tiene poco ya que ver con la bautizada como segunda Intifada, que comenzó hace dos meses en forma de manifestaciones masivas de palestinos desarmados. La lucha adquiere por momentos los rasgos de una libanización del territorio, una guerra de baja intensidad sin desenlace previsible. A medida que crece la violencia y el número de víctimas -van alrededor de 260, palestinos en su mayoría-, este círculo vicioso amenaza con devorar cualquier posibilidad de paz en la región. Los halcones exigían ayer del primer ministro Ehud Barak una acción armada sin contemplaciones para acabar con el goteo de muertes israelíes esta semana, extendido desde Cisjordania y Gaza al propio Israel.Las maniobras diplomáticas prosiguen incesantes, pero su efecto es progresivamente dudoso en un entorno en el que cada tímida tentativa de retomar el diálogo se encuentra sistemáticamente con un acto brutal de una u otra de las partes para impedirlo. Y las complica el hecho de que el presidente palestino y el primer ministro israelí se descalifican mutuamente, cada vez de forma más grandilocuente, como interlocutores de paz.
La forma en que Barak está tratando el conflicto, enfocado exclusivamente hacia sus efectos internos, obstaculiza aún más el hallazgo de un resquicio para detener su avance. El primer ministro israelí, prisionero de su situación política, rehén de un Parlamento en el que está en minoría, corteja a la derecha y la izquierda para sobrevivir. El oxígeno de su agónico Gobierno consiste en mostrar a la opinión pública que es capaz de reaccionar contundentemente ante los palestinos, empleando helicópteros artillados y ocasionalmente carros de combate. Esta evidente desproporción en el uso de la fuerza, condenada abiertamente por Naciones Unidas, les parece todavía a muchos israelíes un innecesario ejercicio de moderación.
Es así porque Israel, ocupante militar de una tierra que no le pertenece, sigue sin comprender que cuanto más amplía el uso de su poder devastador, más fuerza moral pierde su causa. No sólo continúa negando a los palestinos la fundación de un Estado independiente en Cisjordania y Gaza, territorialmente viable y libre de la presencia hebrea. También controla las comunicaciones, cierra a su antojo el aeropuerto de Gaza, acepta o no en sus fronteras a centenares de miles de trabajadores palestinos que dependen de ello para comer, y hasta tiene las llaves del agua que beben. Su enemigo Arafat, cuestionado en su propio campo, no parece estar en condiciones de amordazar la desesperación de un pueblo joven que, tras siete años de un proceso negociador ahora en cenizas, no tiene el menor horizonte para acabar con este estado de cosas. El líder palestino tampoco lo pretende seriamente, porque la brutalidad israelí le permite relegar ante los suyos los aspectos más impresentables de su autoridad.
Su desmesura está llevando además al Estado hebreo a un aislamiento peligroso para todos. La reciente decisión egipcia de retirar a su embajador en Tel Aviv es más significativa por llegar de un país que viene jugando desde hace años la carta de la mesura entre los árabes y usa su autoridad para alejar el fantasma del enfrentamiento generalizado. En aras de su causa, no sería inteligente por parte de Barak dinamitar el frente de moderación construido trabajosamente en la región, y cuyos pilares son los tratados israelíes de paz con Egipto y Jordania. Porque, a diferencia de las democracias, los regímenes árabes carecen de cauces para controlar las emociones populares desbordadas. En un contexto tan degradado, y por muy hipotecados que estén ante sus respectivos auditorios, tanto Barak como Arafat deberían entender que es imperativo poner fin a la actual lógica de exterminio.
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