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Revuelo en New York

Las penúltimas bravatas de Arzalluz a propósito de nuestra prehistórica identidad racial, así como de los derechos políticos que se le adhieren, han corrido como suelen correr estas cosas: como la pólvora. En cuanto han llegado a New York, ya no se habla aquí de otra cosa. Las innumerables televisiones locales, que no se acordaban de España desde la muerte goyesca de Paquirri, abrieron sus informativos con la primicia. Todo el mundo se pregunta dónde cae Bilbao, pero quién más, quién menos, está tomando posiciones. Wall Street se ha despertado despavorida, la Rifle Association acaba de emitir un comunicado en que se las promete muy felices y hasta un hispano que barre mi calle me ha pedido mi opinión. He tratado de explicarle que, puestos a adaptarlo a New York City, el alegato de Mr. Arzalluz depararía una doble alternativa a cual más razonable.La primera es dividir la ciudad en tantas ciudades soberanas como grupos raciales contenga. Que tanta gente de tan diverso pelaje nos veamos obligados a convivir revueltos nos pone permanentemente al borde del estallido; no puede ser bueno escuchar a un tiempo cincuentaicinco lenguas, porque Babel se vino abajo por bastantes menos. Así que cada uno en su casa y Dios en la de todos. Reeditemos una forma de segregación civil, de paso que arrebatamos a los del Ku-Klux-Klan sus banderas y les forzamos asi a disolverse, pero esta vez hagamos mejor las cosas. Sobre todo, fundamento científico: los individuos deberían adquirir su propia carta de ciudadanía según el RH -positivo, negativo, neutro o juguetón y variable- del que sean portadores. Pero, para mayor facilidad, distingamos tan sólo entre blancos, negros, hispanos y asiáticos, asignémosles un barrio a cada colectividad así constituida y declaremos de inmediato su secesión política respecto de las demás. Los Upper Side para los blancos-blancos, Bronx y Queens para los negros, Harlem y adyacentes para los hispanos, Soho y Tribeca para los asiáticos. Lo que la naturaleza ha separado, que no se le ocurra unirlo después al hombre, pues así pasa lo que pasa. Los débiles trazos que dejan en nosotros instrucción e ideología no son fiables a la hora de elegir un destino civil que proclaman tan a las claras nuestra piel o nuestra sangre.

Bien es verdad que la promulgación de un decreto tan oportuno ofrece algunos ligeros inconvenientes. El primero es que aquel criterio discriminador parece demasiado rudo y no asegura del todo la paz social que se persigue. Si Mr. Arzalluz considera insalvable la distancia entre un vasco de Vitoria y un español de Logroño, ya me dirán cómo van a pertenecer aquí al mismo Estado un emigrado griego y otro de estirpe turca o polaca. Los negros norteamericanos rehusarían con excelentes razones compartir su suerte política con los negros subsaharianos que trafican con cachivaches de imitación, y no les cuento la de tortas que habría entre chinos y japoneses por mucho que unos y otros parezcan igual de amarillos. Se impone entonces llevar la línea de demarcación hasta los grupos étnicos de suficiente entidad sin dejar ni uno y que cada cual inicie su particular proceso de construcción nacional hasta quedar plenamente satisfecho. El mapa resultante saldría algo más fragmentado, pero a cambio sería mucho más justo. Quizá no haya en New York tantos barrios como naciones así autodeterminadas, pero alguna solución se encontraría. Una por una, que la identidad pigmentaria del personal quede políticamente reconocida y salvaguardada.

Otro inconveniente menor es que semejante proceso exigiría seguramente recurrir a las deportaciones en masa, porque la gente nunca se deja convencer a la primera por las grandes ideas. Para que las fronteras se ajusten al principio racial, habría que solicitar a cientos de miles de habitantes de Chelsea que se trasladaran a Brooklyn, por ejemplo, y a otros tantos de Brooklyn que hicieran el favor de dejar sitio a los procedentes de Chinatown y Little Italy. Si no lo aceptan por las buenas, tendría que ser por las malas. Claro que las medidas no serían tan groseras como se ha visto en otros tiempos nada lejanos, porque aquí se indemnizaría por pérdida de negocio o reacomodo de vivienda y se podrían dictar plazos razonables para su ejecución. Incluso cabe respetar la terca voluntad de quienes, pese a todo, no quieran moverse del sitio en el que han nacido y que ya no les tocaría habitar. Eso sí, a sabiendas de que allí serán tenidos por extranjeros y priva-dos al menos de su derecho al voto.

La segunda alternativa que le expuse a mi barrendero hispano tiene que ver con la condición de antigüedad de los habitantes y los efectos políticos que de ella dimanan para el caso de New York. Ahora la fórmula correcta sería que una minoría nacional de ciudadanos, los que se considerasen descendientes de los primeros moradores del lugar, y en virtud del derecho de primer ocupante, se arroguen la ciudadanía neoyorkina en exclusiva y pasen a continuación a ofrecerla a todos los demás por si se avienen a compartirla. Pongamos que los neoyorkinos-holandeses (los abertzales neoyorkinos, para entendernos), en nombre de sus antepasados y de su primigenio derecho, estampan un "documento de identidad" propio y proponen su validez universal a lo largo y ancho del territorio. El resto de nacionalidades, puesto que se afincaron en New York más tarde, no pueden pretender ahora el mismo grado de reconocimiento ciudadano que los anteriores. Sólo lo obtendrán después, una vez que presten fidelidad a los principios neoyorkino-holandeses, o no lo alcanzarán como no se plieguen, y entonces serán más bien súbditos de los primeros. Estos ejercen su derecho de autodeterminación y a los demás les toca determinarse en lo que aquéllos les dejen. A fin de cuentas, lo único que vale es el origen y no habrá salvación mientras no regresemos a él. La solución suena un poco fuerte, pero nadie negará que se basa en fundamentos irreprochables.

Bueno, algunos reproches sí habría. Se dirá que los primeros colonos holandeses que ocuparon lo que dieron en llamar New Amsterdam tuvieron que desalojar primero por la fuerza a las tribus indias que por aquí acampaban y, por tanto, mal pudieron transmitir un derecho de propiedad que no les correspondía. A lo que se responderá que no hay noticia de que subsista siquiera un solo heredero de los aborígenes en disposición de reclamar nada y que no caigamos en necios bizantinismos. Habrá quienes arguyan lo imposible (pese a no remontarnos hasta la prehistoria, sino sólo a trescientos cincuenta años atrás) de designar con alguna seguridad a los actuales descendientes en línea directa de aquellos colonos, de tantas como han sido las mezclas de sangre en las generaciones intermedias. Podría ser, pero la pureza absoluta es una demanda que hace la Matemática, y no la Política, que ha de contentarse siempre con aproximaciones al ideal posible. Y no faltará todavía el que insinúe que, sentada la mera antigüedad como principio legitimador de los derechos políticos de los pueblos, ¿por qué no extenderla también a premisa mayor de los derechos de las personas? Pero nada cuesta admitir tan estimulante sugerencia. Así que, volviendo a New York, la ley regularía una escala de derechos de las diversas etnias en razón directa del tiempo transcurrido desde su establecimiento en el territorio, combinada con otra de derechos individuales crecientes o decrecientes según la inserción de cada cual en generaciones familiares con mayor o menor grado de veteranía...

El hispano, todo hay que decirlo, no se quedó demasiado convencido de mi perorata. Pero es que yo tampoco tengo ni las dotes retóricas del señor Arzalluz ni la capacidad de infundir el terror necesario para hacer creer semejantes doctrinas.

Aurelio Arteta es catedrático de Filosofía Política de la Universidad del País Vasco

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