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Presidencialismo y legitimidad democrática

Marc Carrillo

Las elecciones norteamericanas recientemente celebradas han puesto de manifiesto que el sistema electoral vigente en este país es manifiestamente mejorable. Pues más allá de la singularidad que para la vida política de los Estados Unidos y, probablemente también para el resto del mundo, ha supuesto la incerteza en la determinación del ganador de las elecciones y, por tanto, del nuevo presidente, después de varios días de haberse emitido los sufragios, el sistema electoral basado en la elección indirecta del jefe del Estado y a la vez jefe de Gobierno, a través de un colegio electoral de compromisarios estatales, resulta notoriamente desfasado. Además de las razones históricas y sociológicas que avalan esta afirmación puestas de manifiesto hace unos días en estas mismas páginas por el profesor G. Jackson, existen también otras de orden institucional sobre las que conviene reflexionar.La primera de ellas ha de ser, sin duda, la que concierne a la legitimidad democrática del candidato finalmente elegido. La razón estriba en que el sistema de colegio electoral, a través del cual cada Estado de la Federación nombra un número de compromisarios o electores presidenciales en función de una relativa relación de proporcionalidad con su población, no excluye la posibilidad de que el futuro presidente pueda acceder al cargo habiendo obtenido el número preciso de compromisarios pero, sin embargo, disponiendo en su favor de un número inferior de votos absolutos, entre los emitidos por la población que ha votado en las elecciones presidenciales en toda la Federación. Esto puede llegar a ser así, porque en la actualidad y prácticamente desde la distribución establecida en 1910, no existe una completa proporcionalidad entre el número de compromisarios atribuidos a cada Estado y la población del mismo. Y no se olvide, por cierto, que la falta de una más adecuada proporcionalidad favorece a los Estados menos poblados. Pues bien, el hecho de que un presidente lo pueda llegar a ser con menos votos populares que su oponente, es una posibilidad abierta que hasta ahora se ha producido en dos ocasiones: en 1876 y en 1888, con la elección respectivamente de los presidentes Hayes y Harrison. Asimismo, también se han dado supuestos de resultado muy ajustado, en los que la necesaria mayoría absoluta de votos electorales no se ha correspondido -aun habiendo ganado la elección directa- con la mayoría absoluta de los sufragios emitidos: éste fue el caso de A. Lincoln (1860); W. Wilson (1912) y de J. F. Kennedy (1960).

Pues bien, la pregunta que cabe hacerse es si la posibilidad de ganar la presidencia de los Estados Unidos por mayoría absoluta de compromisarios habiendo perdido la elección en los votos emitidos, puede ser asumida pacíficamente en una forma de gobierno fundamentada en el presidencialismo. Es decir, en un sistema constitucional que otorga un amplio catálogo de poderes al presidente, que es un cargo que no está sometido a la confianza del Parlamento y que, por tanto, aquél no puede ser sustituido como consecuencia de haber perdido los apoyos parlamentarios para seguir gobernando, ni tampoco puede limitar el mandato legislativo del Parlamento. La lógica institucional del sistema presidencialista no responde a esta forma parlamentaria de relación de poderes; pues si bien es evidente que el presidente no puede vivir políticamente de espaldas al Congreso ni de la población que lo ha elegido, tampoco puede haber duda de que sus poderes constitucionales emanan -de hecho- de la voluntad popular expresada en las elecciones de cada cuatro años. Es decir, de la elección realizada en primer grado, por el conjunto del pueblo norteamericano que va a votar, mientras que la posterior elección en segundo grado que realiza el colegio de electores o compromisarios no constituye otra cosa que la ratificación de una decisión que ya fue previamente tomada. Por esta razón, la naturaleza de sufragio indirecto es más bien teórica.

Por tanto, la legitimidad democrática de un presidente que gana en segundo grado pero pierde en el primero es más que cuestionable. En primer lugar porque su oferta de gobierno goza globalmente de un menor apoyo popular; y después porque se trata de una institución que dispone de amplio nivel de competencias ejecutivas y de veto sobre la función legislativa del Congreso, sin que en ningún caso esté sometido a responsabilidad política ante el Legislativo que lo pueda reemplazar, lo cual le permite ejercer un importante poder institucional al margen del ajustado resultado de las elecciones. Ciertamente, se podrá argumentar -a contrario- que si el Congreso es dominado por el otro partido, los poderes del presidente quedan atenuados. Pues bien, sin dejar de ser ello parcialmente cierto, no lo es menos que el presidente sigue gozando de una amplia autonomía de decisión en las más diversas materias (política interior y exterior, defensa, etc.) y que, a la postre no responde por ello más que ante el electorado cuatro años después. Y es esta relación directa la que define el alcance de la legitimidad del poder que ejerce. Por esta razón, si el presidente electo por el colegio de compromisarios no dispone también de mayoría en los votos emitidos (ya sea la relativa o mucho mejor la absoluta) su legitimidad democrática es deficitaria, a pesar de lo establecido por la Constitución de 1787. Porque la lógica del sistema presidencialista exige un ganador claro y éste deja de serlo plenamente, si como en el caso de los Estados Unidos no triunfa también en la elección de primer grado. Aunque sea de forma ajustada.

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Evidentemente, en los sistemas constitucionales de naturaleza parlamentaria el razonamiento no puede ser el mismo, porque en ellos el gobierno y su primer ministro son de extracción parlamentaria. Su legitimidad democrática deriva, desde luego, de la voluntad popular mostrada en las urnas, pero la formación del Ejecutivo tiene su origen inmediato en el Parlamento y no en el pueblo, aunque, sin duda, el sentido de la voluntad popular condicione y mucho el tipo de gobierno que vaya a formarse. A este respecto, y según haya sido el resultado de las elecciones nada puede extrañar que, fruto de la cultura de la coalición, se formen gobiernos que no incluyan al partido más votado. Sin ir más lejos, éste el caso que en la actualidad se produce en las comunidades autónomas de Cataluña y de las islas Baleares, sin que en ningun caso se pueda llegar a cuestionar la legitimidad de los partidos que los integran para ejercer las funciones de gobierno que la Constitución y los Estatutos les encomiendan. Remontándonos a casos similares pero más lejanos, podría evocarse el caso de Italia, donde en los años ochenta el difunto B. Craxi ejerció de primer ministro con sólo un 10% de los votos de su partido, el PSI, y apoyado por otras formaciones políticas, dejando en la oposición a los comunistas que le doblaban en representación electoral. Dada la extracción parlamentaria del gobierno, su legitimidad tampoco podría ser cuestionada.

Pero en el caso del presidencialismo norteamericano, la lógica de la coalición resulta extraña, dado el tradicional bipartidismo imperante. Aunque no es forzosamente así en otros sistemas presidencialistas como, por ejemplo, actualmente en Argentina, donde el presidente De la Rúa lidera la Alianza, una amplia y variada coalición de partidos, o en Chile, donde el presidente Lagos encabeza la Concertación. Lo que sí resulta común a los tres casos, es que el jefe del Estado debe su legitimidad democrática al pueblo, sin que la variante norteamericana de la elección en segundo grado pueda resultar significativa a estos efectos. Por el contrario, sí que lo es y mucho que el presidente acceda al poder sin haber sido el más votado. Y ello es una buena razón para pensarse seriamente, la reforma de la Constitución de 1787.

La segunda de las cuestiones que exigen una reflexión es la referida al control del proceso electoral. Se ha dicho, con razón, que la incertidumbre sobre quien será el nuevo presidente de los EEUU no puede prolongarse demasiado. Cierto. Se ha afirmado también que el proceso no se puede judicializar; sin embargo, aquí convendría ser prudentes a la hora de considerar esta circunstancia como intrísecamente negativa. Porque más contraproducente para el sistema democrático es un presidente a cualquier precio, a fin de estabilizar a la bolsa. Por ello, si en una elección se producen irregularidades o equívocos graves que condicionan el sentido general del sufragio, como es el caso, su verificación por instancias independientes y bajo control judicial forma parte de unos requisitos democráticos elementales. No se puede hacer tabla rasa del asunto, si no es a costa de sacrificar la propia legitimidad de las elecciones. Porque, de ser así y tratándose de los EE UU, cabría preguntarse en qué lugar quedaría el célebre frontispicio constitucional, "Nosotros, el pueblo..." si el próximo presidente surgiese tras un recuento de los sufragios opaco o equívoco y, encima, fuese el menos votado de los dos candidatos.

Marc Carrillo es catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad Pompeu Fabra.

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