El hombre que sabía demasiado
Todos los comentaristas cumplen con la obligación de ocuparse de Luis Aragonés un par de veces por año, casi siempre cuando el llamado Sabio de Hortaleza vuelve de amargarle la vida a alguno de los equipos grandes. Quienes mejor le conocen recomiendan aproximarse a él con algo de precaución, quizá porque al paso de los años han conseguido saber al menos dos cosas: que tiene un humor variable y que conviene dejar a otro la primera pregunta para decidir qué viento le pasa por las neuronas.Con frecuencia se trata de un aire jovial; en ese caso está dispuesto a acortar distancias sin reserva alguna. A la menor oportunidad comparte un gratísimo anecdotario en el que la cancha no es un lugar lejano, sino un barrio periférico: casi una metáfora de su propio pueblo. Descubrimos entonces nuevos perfiles de su etapa como jugador; tenemos nuevas visiones de sus galopadas desiguales, de sus pases al claro o, en fin, de aquel malogrado gol al Bayern de Múnich que dividió a la afición en dos bandos: a unos les hizo atléticos por un día y a los demás por un siglo.
En sus peores minutos, los minutos esquinados, está dispuesto a discutirlo casi todo: la hora, el precio del gasóleo o el valor nutritivo de las gambas. En ese caso lo prudente es reservarle el respeto que se debe a esos seres atrabiliarios que se afeitan con un machete porque sus caras se han curtido a la intemperie o, mejor dicho, porque se han endurecido bajo la tormenta seca que solemos llamar presión.
En resumen, a Luis se le visita como al santo patrono, con una mezcla de devoción y cautela. Más o menos, como los creyentes se acercan a la hornacina de San Pantaleón: si la sangre se mantiene en estado sólido, vaya y pase; si está licuada, pase de largo y váyase.
Y, de cuando en cuando, nos pone a pensar a todos. Un día porque sorprende al enemigo jugándole con tres puntas, el otro porque le coloca la defensa a la altura de la yugular. Esta vez, sin embargo, su sabiduría fue sólo una expresión del sentido común. Enfrente, Del Bosque debía resolver uno de esos malévolos problemas matemáticos cuya dificultad no estriba en su naturaleza compleja, sino sencillamente en que sobran datos. No disponía de los recursos justos: debía elegir, y por tanto podía equivocarse.
Por el contrario, la agudeza de Luis consistió en jugar del único modo posible ante un equipo descomunal que en un solo viaje podía tirarle encima a Figo, Morientes, Roberto Carlos, Raúl, Savio, Guti, Munitis, Hierro y MacMannaman. En ese supuesto sólo cabía meterse en la piel del gato y del superviviente. Así que se agazapó, retrajo las garras y esperó la oportunidad de lanzarse sobre la presa.
Luego se aplicó a la tarea de dar el primer zarpazo.
Cuando Casillas quiso darse cuenta, Luis Aragonés le había matado dos veces.
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