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La posesión

Tenemos que aceptar, para bien o para mal, que el plagio se ha puesto de moda y que en cualquier momento nos podemos encontrar con alguno donde menos lo esperamos. La cosa empezó a raíz del obligado libro de una famosa, continuó porque algunos escritores de verdad no querían ser menos y también se sentían plagiados, y más adelante encontramos restos académicos en la conferencia de un político que se estrenaba. Y ahora, en Valencia, parece que cierto programa electoral del PSPV tiene párrafos completos de otro del PSC, que tampoco le queda tan lejos, todo hay que decirlo.La imitación, al menos la que es mecánica y no contiene nada personal, es un plagio. Y como es mecánica e impersonal nunca necesitó mucho esfuerzo para ponerse en práctica, por eso tiene una larga tradición. Pero aprovechar un caso famoso para repetir indefinidamente el mismo cuento, no deja de ser otro plagio y tampoco merece la pena esta persecución en los tiempos que corren, tiempos de información y de sociedad del conocimiento.

En cualquier caso, confieso que cuando escribo en estos últimos días, me pregunto constantemente a quién estaré plagiando, porque seguro que alguien lo escribió antes. Y cuando leo al día siguiente, se me ponen ojitos libidinosos buscando rastros míos en el pensamiento de los demás. Al fin y al cabo, seguimos siendo depredadores, cazamos las ideas para subsistir, agarrando cada presa con letras y firmas para que no la pueda robar nadie.

No lo duden, el plagio fue siempre un asunto relacionado con la posesión, como los celos. Esta idea es mía y hago con ella lo que quiero, y que no se le ocurra a nadie ni tocarla. Según los diccionarios, plagiar significaba antiguamente comprar a un hombre libre y retenerlo en servidumbre, o utilizar un siervo ajeno como si fuera propio. Lo dicho, un problema de posesión ajena, algo impropio de nuestra época por mucho que se pretenda poner de moda.

Ya no sé a quién pertenecen los famosos medios de producción y, si les digo la verdad, ni me importa. Pero lo que consumimos es tan masivo que prácticamente es de todos, sobre todo si son ideas, escritos, canciones o programas de la red. Desde que Gutenberg inventó la imprenta comenzó la devaluación del plagio o, si prefieren a Mandeville, los vicios privados se convirtieron en be-neficios públicos. Porque ya lo fotocopiamos todo, después lo dividimos en trozos y luego lo volvemos a recomponer en un nuevo libro, que volverá a ser convenientemente fotocopiado. En poco tiempo ya no quedará nada que plagiar, ninguna idea sólida que podamos poseer en exclusiva; sólo existirá conocimiento compartido, el nuevo marxismo del consumidor.

Por eso tiene ya poco sentido la posesión celosa de unas ideas que se diluyen al instante en la red y, además, con tarifa plana. Hace ya tiempo, un antropólogo dijo que "estamos abandonando el suelo; estamos perdiendo el contacto; nuestras huellas son cada vez más débiles. El pedernal dura para siempre, el cobre para una civilización, el hierro para generaciones, y el acero para una vida". Y las ideas propias, añado yo, no duran ni diez minutos. ¿O también lo dijo él?

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