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Casi el Día de Difuntos: centenarios, recuerdos y olvidos

Juan de Mairena, aquel profesor de gimnasia que daba filosofía por libre, decía que mal podíamos recordar aquello que no habíamos olvidado, porque la reelaboración del pasado por el espíritu requiere un momento de ignorancia, o ausencia de saber, sólo a partir del cual puede aprenderse algo nuevo. Hace once años, cuando se conmemoró el cincuentenario de la muerte de Antonio Machado, se siguió, irónicamente, el método contrario al recomendado por su filósofo apócrifo. El Gobierno socialista celebró la efeméride a bombo y platillo, con trenes fletados a Collioure e incontables verbenas académicas, que sirvieron para dar realce a las aficiones poéticas de Alfonso Guerra y recordar lo que nadie había olvidado, a saber, que Machado, amén de progresista, era un gran poeta. Todo ello, disociado de otro aniversario mucho más luctuoso, y muy relacionado, por cierto, con el exilio y la muerte del poeta, sobre el que las conmemoraciones oficiales pasaron con cierta sordina: la victoria de la España franquista sobre la otra media y el comienzo de treinta y seis años de dictadura. Es sólo un ejemplo de la arbitrariedad de estas celebraciones.Nuestro mundo abunda en lugares de memoria, según la expresión puesta en boga en los años ochenta por el historiador francés Pierra Nora. Tenemos monumentos históricos que sirven de recordatorio, hay museos y archivos, escuelas historiográficas en nuestras universidades, panteones de hombres ilustres y, en fechas más recientes, recuperaciones de mujeres no menos ilustres. Ninguno de estos lugares está libre de significados y propósitos ideológicos. Cada monumento, cada museo, cada institución, rememora conflictos, choques de intereses contrapuestos, en general no resueltos, sino, simplemente, dejados atrás por el paso del tiempo. Tan duros han sido en ocasiones estos choques que las colectividades humanas, más que lugares de memoria, han tenido que crear lugares de olvido, cuestiones que, de manera más o menos espontánea, y sin que ninguna oficina de censura lo haya dispuesto explícitamente, hemos decidido enterrar. Estos lugares son precisamente los que más significados y propósitos ideológicos suelen encarnar. Y todo el conjunto de monumentos, centenarios, fiestas y conmemoraciones que se presentan como memoria colectiva tiene mucho más que ver con propósitos políticos actuales que con un verdadero interés por conocer o recordar el pasado. En ocasiones, se llega a la manipulación descarada, con fines políticos muy inmediatos, de eso que, ingenuamente, seguimos llamando memoria colectiva.

Hoy, 1 de noviembre -por macabra coincidencia, casi el Día de Difuntos-, se cumplen los trescientos años de la muerte de Carlos II, el último de los Habsburgo españoles. Se cumplirán, pero no se conmemorarán ni se celebrarán, porque nada de esto se vislumbra en el horizonte. Carlos II fue, ¿cómo decirlo de manera amable?, un ser enfermizo, apenas capaz de sostenerse en pie, que vivió con dificultades hasta los treinta y ocho años y no fue capaz ni de reproducirse, que era lo mínimo que el sistema político esperaba de él. Aparte de sus problemas físicos, era una persona de grandes limitaciones mentales y una debilidad psicológica que le llevaba a cambiar de opinión sobre graves asuntos de Estado tras, por ejemplo, una reunión a puerta cerrada con su madre, de la que salía con evidentes síntomas de haber llorado. No es nuestra intención hacer chanzas sobre estas cualidades, humanas todas ellas. Pero sí es digno de reflexión el hecho de que recayera sobre sus hombros, en virtud del principio de legitimidad sucesoria, la máxima responsabilidad en el gobierno de un inmenso imperio. El resultado de aquel despropósito fue que sobre ese imperio ejercieron el poder, de manera caótica e improvisada, una serie de camarillas palaciegas, a cual más siniestra, que giraban alrededor de su madre y sus confesores. En aquella corte alucinada brillaron -es un decir- don Juan José de Austria, el inventor del pronunciamiento militar en la historia del país, o grandes de España que, en vez de aprovechar la debilidad del monarca para imponerle límites constitucionales al estilo de los lores ingleses, se dieron al separatismo e intentaron independizar sus feudos aragoneses o andaluces. Al final de su reinado, por resumirlo con las palabras del historiador liberal del XIX Fernando de Castro, "no existía en España ni un navío, ni un general, ni un sabio, ni un buen político, nada, en fin, de lo que constituye la fuerza, la seguridad o la gloria de una nación". De la hegemonía militar y política de que la monarquía hispánica había disfrutado, sin ir más lejos, al comenzar el reinado de su padre, no quedaba nada, y durante décadas no se había hecho sino perder guerras y ceder territorios. Curiosamente, sin embargo, los historiadores actuales coinciden en señalar que, quizás por la disminución de los gastos militares y de la presión militar, fue en pleno reinado de Carlos II cuando se inició la recuperación económica, que se haría evidente en el siglo siguiente, ya bajo otra dinastía.

De este reinado, que tanto podría enseñarnos, sabemos poco. La historiografía es escasa, comparada con la inmensa -y muy competente- producción que existe sobre sus antepasados Habsburgo o sobre los primeros Borbones. El sol poniente, ya se sabe, tiene menos adoradores que el naciente. Pero lo malo es que seguimos empeñados en ignorar ese reinado, a juzgar por la inexistencia de reuniones previstas para estudiarlo, aprovechando este tricentenario. Y es que ése es el error: creer que la historia sirve para estudiar el pasado. La historia, o lo que habitualmente pasa por historia, es un arma al servicio de intereses políticos: en este caso, el fomento de la autoestima colectiva o la glorificación de ciertas instituciones, como la monarquía española. Ni la autoestima es problema de los historiadores, sino quizás de psicólogos, ni la monarquía necesita ser ensalzada maquillando glorias de antaño y viendo modernidades donde no las hay, pues es poco menos que universalmente aceptada gracias a una reciente actuación sensata y útil, en un marco jurídico constitucional, que la mayoría recordamos y apreciamos.

Los españoles, o muchas de las mentes pensantes que se consideran expresión de la conciencia colectiva, han pasado en pocos años de un inveterado masoquismo, producto de varios siglos de frustraciones históricas, al más desenfrenado triunfalismo, basado en un cuarto de siglo de logros razonables. A los desmesurados pesimismos noventayochistas sobre los males de la patria o la imaginaria incapacidad española para adaptarse a la modernidad ha sucedido una autocomplacencia ñoña. No sólo España va bien, sino que siempre ha ido

bien. Fue, en la Edad Media, ejemplo de tolerancia para Europa; Carlos V concibió antes que nadie la Unión Europea; Felipe II fue paradigma del príncipe renacentista; e incluso en el siglo XIX brilló Cánovas, modelo de habilidad conciliadora y pactista.

Que el pasado español no ha sido un desastre ni una excepción poco menos que teratológica a la norma europea, sino uno más de los variados casos del entorno, es indiscutible hoy día. Pero también lo es que no todo ha ido bien y que en ciertos periodos se acumularon problemas que eran evitables. España va bien, pero sólo hasta cierto punto y en algunos aspectos, mientras que en otros va menos bien, y en algunos sigue francamente mal; por poner un ejemplo que nos es cercano, es dudoso que la universidad esté a la altura, no ya de las de su entorno occidental, sino simplemente de los logros económicos, políticos o deportivos del propio país.

No concluiremos recomendando, para el estudio del pasado, la búsqueda del término medio, una de cal y otra de arena, una dosis de masoquismo y otra de triunfalismo. Lo que pedimos como historiadores es que no se espere de nosotros la manipulación del pasado, defendiendo o atacando personas o instituciones que sólo muy deformados pueden identificarse con fenómenos del día; y que nos propongamos, en cambio, simplemente, entenderlo y hacérselo inteligible a los demás. Para esa tarea sobran centenarios y demás festejos académicos, pues para acordarnos del último de los Habsburgo todos los días son laborables.

José Álvarez Junco es historiador, autor de La filosofía política del anarquismo español y El Emperador del Paralelo. Edward Baker es hispanista, autor de Materiales para escribir Madrid y La biblioteca del Quijote.

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