Bernabé
JUVENAL SOTODebiera recordar ahora que hoy se cumplen diez años desde que mi amigo Bernabé Fernández-Canivell, que fuera Cónsul General de la poesía española -único mérito intencionadamente lucido por él, poseedor de tantos otros-, decidió por voluntad ajena incorporarse al Parnaso por los siglos de los siglos y en calidad de oyente, ya que Bernabé era el hombre mejor dispuesto a oír todo lo que quisiera contar cualquiera que deseaba referirle algo, con la exclusiva condición de que el cualquiera de turno fuese poeta en ejercicio, o hubiera ejercido de poeta. Quizás por eso mismo con el paso de los años Bernabé se transformó en un sordo ejemplar, dotado de un sonotone mágico que le impedía la audición de todo aquello que no esperaba escuchar. O sea, que gracias a aquel aparato Bernabé oyó mucho pero sólo escuchó lo que quería. ¿Prodigio de la ciencia? Sospecho que ésa fue, más bien, otra entre las muchas habilidades prodigiosas de las que nunca alardeó mi amigo Bernabé.
Durante los años en los que se ocupó de hacer de la revista Caracola -le ayudaron en esa ocupación Vicente Núñez, Rafael León, Alfonso Canales y muy pocos más- una de las poquísimas publicaciones dedicadas, entre otras actividades literarias, a dar a conocer el trabajo de los poetas españoles en el exilio, Bernabé dejó claro para quien tuviese algo de entendederas que él sí era ese verdadero amigo de Luis Cernuda, Emilio Prados, Manuel Altolaguirre, Juan Rejano, Jorge Guillén y muchos otros con cuya ficticia camaradería tantos pamplinas de aquella España de cárcavas intentaron buscarse un boquete desde el que medrar en la poesía española contemporánea y fuera de ella. Después, en la década de los setenta, distanciado de Caracola por razones que siempre vienen al caso pero que me callo, Bernabé se ocupó de otra revista poética: Caballo Griego, un lujo irrepetible en la poesía de aquí porque también él era irrepetible y lujoso como editor de poesía y como amigo de sus amigos.
Humillado hasta lo indecible tras concluir la última guerra civil española -habrá que atribuir la salvación de su vida a un milagro, ya que respondió a los insultos de su carcelero con una sonora bofetada que inmortalizó Guillén en uno de sus poemas-, jamás nadie consiguió que Bernabé dejase de hacer lo que le venía en gana, y eso incluía encabezar por mérito propio, a sus años y con la natural parsimonia que le acompañó desde su nacimiento, las numerosas manifestaciones que jalonaron la transición a la democracia, de modo que un par de amigos y yo dedicamos parte de ese período histórico a estar preparados para transportarlo en las improvisadas andas de nuestros brazos si la irrupción de la policía era más tajante de lo habitual. No lo hubiésemos conseguido porque Bernabé tenía capacidad para convencer incluso a la Guardia Civil de la necesidad de que lo transportasen en el vehículo celular desde la manifestación hasta su domicilio, de la misma manera que consiguió demostrarnos que era posible hacer la mudanza de su casa y de todo lo que en ella había con sólo disponer de un capazo y varias décadas.
Hace hoy diez años que Bernabé Fernández-Canivell se mudó de mundo. Todavía no quiero saber qué andará haciendo en ese infinito viaje.
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