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Basilio Losada, jubiloso FERNANDO VALLS

Dicen las crónicas y debe ser verdad que Basilio Losada ha cumplido 70 años y se ha jubilado como catedrático de Filología Gallega y Portuguesa de la Universidad de Barcelona. Su madre le contaba, sin embargo, que no había nacido en 1930 sino en 1927, en Láncara, un pueblo de las montañas de Lugo donde se seguía viviendo como en el siglo XII. Y a Láncara ha vuelto Basilio estos días, después de 30 años de ausencia. Su padre, que era herrero, como su abuelo y su bisabuelo, tenía la esperanza de que continuaría la tradición familiar y para evitar que lo llamaran a quintas no le inscribió en el registro hasta que cumplió tres años. Pero llegó la guerra y en uno de sus últimos días le pegaron un tiro al padre del que acabó muriendo en Barcelona, un año después.Así, Basilio se encontró en la Barcelona de posguerra (aquellos tiempos los recuerda grises y hambrientos), hijo de viuda y sin medios económicos. Tuvo que ponerse a trabajar en lo que salía: acompañante de un epiléptico en sus paseos para ayudarle a que no se mordiera la lengua durante los posibles ataques, o de chico para todo en el despacho de un abogado, vencedor en la contienda.

Y ahí cambió su suerte. En el piso de abajo de ese bufete vivía otro abogado que había sido represaliado y que le sacaba adelante los pleitos al vecino. Este señor había observado el aburrimiento del chico y le empezó a prestar libros que luego comentaban. Y como debió observar en él buenas aptitudes para el estudio, le ofreció un trabajo en la administración de una academia a cambio de estudiar allí gratis. Con el tiempo, ese joven acabó licenciándose en Filosofía y Letras. Pero a su madre no le pareció suficiente que sólo fuera maestro, mientras que ella soñaba con un hijo juez. En tres años acabó la carrera de Derecho y se puso a preparar oposiciones a la judicatura. Hasta que encontró un par de excusas perfectas para dejarla. La primera la halló en el "no juzguéis" de los Evangelios, y con ella convenció a su madre, y la segunda en los 32 delitos, según el código penal, por los que se podía juzgar a Dios y declararlo culpable.

Hace unos años, Basilio Losada perdió gran parte de la visión y tuvo que inventarse una lupa de manubrio para leer, invento que debería hacerlo millonario. Ahora, superado el trago, se ha soltado el pelo con una primera novela, La peregrina (Grijalbo), que no será la última. En las páginas de esta fábula laten, más allá de lo que hay en ella de recreación de una cantiga de Alfonso X, las lecturas de toda una vida, su pasión por el arte y la literatura medieval, por el Camino de Santiago, su fascinación por los relatos orales, el gusto por la digresión, por el comentario irónico y mordaz. Pero, sobre todo, se encuentra en ella una defensa de los milagros, y cuál mayor que la esperanza y la solidaridad entre los hombres, lo que a él le gusta llamar la solidaridad de los pobres. Para ello ha escogido la figura de un bufón, a veces su álter ego, que transporta a una princesa tullida de Transcarpacia por toda Europa, a la espera de que ocurra el esperado milagro. Esta pequeña obra maestra cumple a rajatabla con el primer precepto que el lúcido crítico literario que también es Basilio Losada le exige a una narración: no aburrir al lector.

Digan lo que digan las crónicas, Basilio Losada no se ha jubilado. Sigue, como desde hace 30 años, dándoles clases de arte a un grupo de estudiantes americanos. Y una vez al mes ejerce como profesor en las universidades de Gante y Friburgo. Pensando en estas cosas se me ha ocurrido que si algo le envidio a Vázquez Montalbán es el haber sido discípulo en su adolescencia de este maravilloso inventor y contador de historias, de este hombre culto y vitalista, ante el que uno se queda mudo oyéndole relatar una y mil cosas sobre esto y aquello.

Basilio Losada llegó por azar a Barcelona y aquí se ha pasado la vida dando clases, mucho me temo que atípicas, y traduciendo infinitos libros, entre ellos los de su preferido, Jorge Amado, y los de José Saramago. Dice este hombre tener 19 patrias, sin que por ello le falte la llufa (sigamos a Sagarra) de Pujol-Manent. La última la ha encontrado en Lünwerg, un pueblo alemán. A él le gusta recordar que uno es de aquellos lugares en los que si pierde los cordones de los zapatos puede reponerlos sin problemas. O sea que el suyo es un patriotismo cada vez más estrecho, aunque más profundo. No es mala lección en los pésimos tiempos que corren.

Fernando Valls es profesor de Literatura Española de la UAB.

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