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Entre balas y tópicos JOAN B. CULLA I CLARÀ

Los dramáticos acontecimientos que, a lo largo de las últimas semanas, tiñen de sangre otra vez el Próximo Oriente han suscitado entre nosotros la lógica conmoción: no sólo una atención mediática siempre hipersensible a ese escenario -100 muertos en Burundi se despachan con un breve, el mismo resultado en Palestina llena portadas, crónicas y páginas enteras a decenas- o la ruidosa movilización diplomática incluso de aquellos líderes que no tienen nada que decir en esa crisis, sino sobre todo la reacción indignada de tantos articulistas y creadores de opinión horrorizados ante la brutalidad de los choques, la desproporción de las fuerzas enfrentadas, la filiación abrumadora de las víctimas. Es natural que así sea porque algunas imágenes que nos han llegado estos días desde Gaza, Ramala o Jerusalén -imágenes de niños tiroteados por la tropa o detenidos tras ser linchados por la turba- forman parte ya de la antología de la barbarie contemporánea. Sin embargo, esa genuina y saludable indignación queda a menudo devaluada, pierde credibilidad y valor didáctico cuando aparece del brazo de los tópicos más rancios, de los prejuicios y los estereotipos más gastados acerca del conflicto israelo-palestino. Veamos algunos ejemplos.No albergo la menor simpatía política ni personal hacia la figura de Ariel Sharon, pero ¿resulta correcto -en términos estrictamente descriptivos- tildarle de "líder ultraderechista", como se ha hecho hasta la saciedad? Si el Likud, el segundo partido de Israel, que ha gobernado a menudo desde 1977 y lo hizo en la anterior legislatura, es la ultraderecha, ¿qué calificativos nos quedan para el Partido Nacional Religioso, para el Partido de la Unidad Nacional de Beni Begin, para las formaciones teocráticas tanto sefardíes como asquenazíes? ¿Acaso el 40% del electorado israelí es de ultraderecha?

Más aún: un ilustre columnista de este diario ha descrito a Sharon como el "general genocida" y "el ministro asesino de Sabra y Chatila", y la carta de una lectora aseguraba el otro día que "soldados israelíes asesinaron a 3.000 palestinos en los campos de refugiados de Sabra y Chatila". ¿Tanta es la fuerza del prejuicio, que puede tergiversar hechos archiconocidos? En Beirut, aquel trágico septiembre de 1982, quienes irrumpieron a sangre y fuego en los campos palestinos fueron las milicias cristiano-falangistas, sedientas de venganza por el asesinato de su líder, Bechir Gemayel. Al israelí Sharon se le pudo acusar, todo lo más, de tolerancia, de inacción ante el crimen masivo; fue residenciado por ello, y hubo de asumir la correspondiente responsabilidad política. Que, más adelante, los electores lo amnistiaran y restituyesen al primer plano de la escena pública fue uno de esos sucesos desagradables que a veces se dan en las democracias parlamentarias; queda dicho, pues, que nada semejante puede acontecer en ningún régimen árabe de la región.

El segundo ejemplo es de mayor calado, y consiste en ese tenaz y socorrido latiguillo según el cual Israel ha sido una criatura de Occidente, "un portaaviones del imperio", su centinela instrumental frente a los árabes y cerca del petróleo. Pues bien, no. Israel es el resultado improbable de un nacionalismo atípico que triunfó a favor de circunstancias excepcionales. En el curso de su historia centenaria, el sionismo tuvo a veces el favor interesado del Occidente imperial (1917, Declaración Balfour; 1956, expedición de Suez), y en otras su rotunda hostilidad (la de Gran Bretaña, por ejemplo, entre 1939 y 1947), pero el Estado israelí no fue engendrado ni parido por la derecha occidental ni por el imperialismo, como gustan repetir ciertos caricaturistas de la historia.

En los días del doloroso parto de 1948, el conspicuo jerarca del periodismo franquista que era Pedro Gómez Aparicio aseveraba en Arriba: "El Estado sionista de Israel es el establecimiento de un Estado comunista o semicomunista, claramente rusófilo, sobre el que pueda establecerse algún día no lejano una definitiva influencia soviética en el Oriente Medio". Como si quisiera darle la razón, el poeta rojo Rafael Alberti escribía por las mismas fechas su Salmo de alegría por el nuevo Estado de Israel, del que transcribo unos pocos versos: "He aquí por fin -¡hosanna!- la tierra prometida / la cuna de la sangre, ganada con la vida. (...) Israel de los llantos, Israel de las penas. / Paraíso encontrado, libre y ya sin cadenas. (...) Oye, Israel, escucha: Hoy por ti desempaña / sus ojos un poeta desterrado de España. (...) Alabado Israel, alabado, alabado. / Por su hermosa ancianía, nuevo albor conquistado". Entretanto, y en un terreno más prosaico, eran las armas checas vendidas con la aquiescencia de Moscú las que permitían a los primeros israelíes defender su país naciente de la invasión de los ejércitos árabes...

Naturalmente, ni estos hechos ni tantos otros que podrían invocarse eximen a Israel de los errores, los agravios o las injusticias que haya cometido, ni devolverán la vida a los escolares palestinos muertos a balazos. Pero es no sólo inútil, sino pernicioso para la comprensión y la eventual solución del problema, insistir en el cliché de que los gobernantes israelíes son, al modo de Tacho Somoza o de los generales de Saigón, meros peones, cipayos a sueldo del imperio; y es peor aún alimentar esa idea que tanto daño ha hecho a la causa palestina durante más de 50 años: la de que Irsael es un hecho colonial, y los judíos israelíes una especie de pieds-noirs a los que será posible arrojar al mar.

Joan B. Culla i Clarà es profesor de Historia Contemporánea de la UAB.

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