_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

El derecho penal ante el terror

José Luis Díez Ripollés

En situaciones extremas de conflicto social, con la ciudadanía crispada por inaceptables agresiones a los más básicos fundamentos de la convivencia, hay un actor social, el poder público, que tiene la obligación de no perder los nervios. A los directamente afectados por esas agresiones y a la gran mayoría de conciudadanos que las sienten como propias se les pueden disculpar en momentos especialmente difíciles reacciones o demandas desproporcionadas o poco reflexivas, que ellos mismos reprobarían si pudieran adoptar cierta distancia frente al conflicto. Pero los poderes públicos actuantes en el marco de un Estado de derecho deben mantener en todo momento la serenidad, que no tiene nada que ver con actitudes políticas ingenuas.Del mismo modo, los poderes públicos deben tener como objetivo de su actuación en tales casos la efectiva resolución del problema, sin que sea legítimo aprovechar la indignación colectiva para, con serenidad o sin ella, adoptar decisiones encaminadas primariamente a calmar la cólera social, con desconsideración de los efectos beneficiosos o perjudiciales que las medidas acordadas vayan a suscitar en el problema social a resolver. La deslegitimación de tal actitud se acentúa si el cálculo de los réditos electorales que tales decisiones vayan a producir se coloca en primer plano.

Estas verdades de perogrullo en el ejercicio del poder público en un Estado de derecho se manifiestan especialmente pertinentes si nos movemos en el ámbito de la política criminal, esto es, dentro del núcleo duro del ejercicio legítimo de la fuerza por los poderes públicos, aquel que permite a éstos, a través de la aplicación del derecho penal, intromisiones especialmente intensas en los bienes y derechos de los ciudadanos.

El anteproyecto de ley orgánica modificadora del Código Penal y de la ley reguladora de la responsabilidad penal de los menores, que el Gobierno impulsa en estas semanas para reaccionar a la última escalada terrorista, muestra en demasiadas ocasiones que no parecen haberse valorado con el suficiente sosiego las consecuencias sociales y jurídicas que pueden derivar de la puesta en práctica de sus previsiones legales.

Haz que tu opinión importe, no te pierdas nada.
SIGUE LEYENDO

Especialmente preocupantes son los efectos que ellas pueden tener sobre una de las decisiones politicocriminales más trascendentes desde la instauración de la democracia, sólo igualada, que no superada, por la aprobación del nuevo Código Penal, a saber, la Ley Penal del Menor, cuya entrada en vigor está prevista para dentro de unas semanas. La sociedad española ha decidido, con el apoyo de todas las fuerzas políticas, que hay un sector de nuestra población, el de los menores entre los 14 y los 18 años, a cuya plena integración social, irrenunciable, hay que dar una prioridad absoluta, de modo que todas las reacciones previstas frente a cualesquiera conductas delictivas por ellos realizadas deben orientarse exclusivamente a lograr su socialización y su capacitación para la convivencia democrática. Ello no supone pasar por alto los graves hechos delictivos que pueden llegar a cometer ciudadanos de esa edad, ni renunciar a aplicarles medidas con un componente aflictivo importante, pero tales hechos y tales medidas han de constituir la ocasión para que la sociedad pueda educarles en la responsabilidad y recuperarles para la sociedad. A tales efectos, la Ley Penal del Menor ha diseñado un sistema que, en términos generales, combina con acierto la búsqueda de ese objetivo resocializador con la defensa de la sociedad y el respeto de las garantías individuales de los menores de edad.

Sin embargo, la reforma que propone el Gobierno altera profundamente ese equilibrio trabajosamente conseguido. En primer lugar, porque decide que en los menores que cometen delitos de terrorismo los esfuerzos para conseguir su integración social deben quedar subordinados a la obtención de otros fines puramente aflictivos. Eso explica que un periodo de internamiento resulte obligado en todos los casos, o que no se puedan aplicar a los menores mayores de 16 años medidas educativamente más convenientes hasta que no transcurra la mitad de ese periodo de internamiento impuesto.

En segundo lugar, porque para los menores que cometan cualquier delito terrorista, incluidos los menos graves, como los daños materiales en el marco de la violencia callejera o la apología del terrorismo, se prevén reacciones que tienen una entidad en todo momento superior a las previstas para cualesquiera otros delitos cometidos por menores, aun los más graves, como asesinatos, violaciones... Esta clara violación del principio de proporcionalidad de las reacciones penales explica que a un menor que asesine a un compañero de escuela se le pueda imponer una medida de internamiento de hasta cinco años más otro periodo de libertad vigilada de cinco más, mientras que a quien queme un contenedor en una noche de kale borroka se le pueda imponer un internamiento de hasta 10 años, más otros cinco de libertad vigilada; con el importante añadido de que si mientras tanto cumple los 23 años, algo previsible, podrá ingresársele en una prisión ordinaria para cumplir el resto de sanción que le quede.

En tercer lugar, porque los menores delincuentes terroristas quedan sometidos a una legislación excepcional, alejados de la jurisdicción ordinaria de menores. Así, van a ser enjuiciados por un juzgado especial incardinado en la Audiencia Nacional, van a cumplir las medidas en establecimientos específicos y bajo un control jurisdiccional también específico, y sus comportamientos delictivos van a prescribir de acuerdo al régimen más estricto previsto por el Código Penal común y no al de la Ley Penal del Menor, entre otras particularidades.

Por último, la reforma propone igualmente no aplicar a los terroristas de edad entre 18 y 21 años la posibilidad existente en la Ley Penal del Menor de ser enjuiciados, si así lo estima oportuno el órgano judicial correspondiente, por la jurisdicción de menores. No es más que el corolario de todo lo que se propone respecto a los menores de 14 a 18 años, pero con una trampa que muestra cómo una de las principales preocupaciones del Gobierno no es la eficacia, sino calmar la indignación popular: de hecho, dadas las penas previstas para la mayor parte de los delitos de terrorismo y las exigencias que establece la Ley del Menor para poder atraer a la jurisdicción de menores a los mayores entre 18 y 21 años, la gran mayoría de estos casos ya resultan excluidos del ámbito de esa ley con su actual redacción. Sorprendentemente, casi los únicos delitos que, en virtud de la reforma, resultarán ahora también excluidos de la jurisdicción de menores serán los de apología y los de conspiración, proposición o provocación para delinquir, es decir, aquellos

en los que, dada su menor entidad, una intervención educativa se muestra más prometedora.

Si la presente reforma de la Ley Penal del Menor se aprueba, los poderes públicos asumirán en buena medida la idea de que no merecen la pena los esfuerzos para acoger en el seno de la sociedad democrática a los menores de edad insertos en el mundo del terrorismo. Cabe preguntarse si han reflexionado suficientemente sobre lo que supone reconocer de antemano tal incapacidad. Semejante renuncia es probablemente la mejor baza que se puede dar a quienes sostienen que el terrorismo tiene una legitimación social indudable.

Pero la reforma no se detiene en la Ley Penal del Menor, sino que propone igualmente modificaciones del Código Penal que deberían ser objeto de mayor reflexión. Baste con mencionar ahora las dos conductas delictivas que se incluyen en el nuevo artículo 578.

La primera de ellas es la introducción de la apología del terrorismo. Sobre las dificultades de justificación del castigo de estas conductas desde la perspectiva de la protección de la libertad de expresión ya se han pronunciado voces muy autorizadas. Quizás convenga también recordar que, si finalmente se introduce este precepto, se romperá un compromiso satisfactorio, al que se llegó en los trabajos parlamentarios de elaboración del nuevo código, consistente en castigar la apología sólo cuando sea provocación directa a un delito, aunque éste no llegue a cometerse.

En el mismo precepto en el que introduce la apología, el anteproyecto del Gobierno pretende incluir otra figura, desconocida en nuestro ordenamiento y que supone confundir, y no es la primera vez, el Código Penal con el código moral de nuestra sociedad. Se trata del castigo de actos que entrañen descrédito, menosprecio o humillación de las víctimas o de sus familiares. Todos conocemos los execrables comportamientos a los que se está haciendo referencia, pero sería bueno que comprendiéramos que las leyes penales no son el mejor instrumento para acabar con la vileza moral o las actitudes canallas de ciertos ciudadanos. Los citados comportamientos, cuando alcanzan el nivel de las injurias o de los atentados a la integridad moral, ya tienen una adecuada respuesta en nuestro ordenamiento jurídico, y en los restantes casos basta con la descalificación que la sociedad asigna a sus autores.

Un anteproyecto de reforma que se hubiera limitado a colmar las indudables lagunas que en relación con la violencia callejera contiene el actual delito de terrorismo del artículo 577, que corrigiera la ausencia de alguna mención a las corporaciones locales entre las figuras delictivas que castigan la perturbación del orden en las sesiones de las instituciones del Estado, y que abordara ciertas anomalías que facilitan en exceso la recuperación de los derechos políticos por parte de los condenados por terrorismo, hubiera mostrado un Gobierno sereno y confiado en la solidez y eficacia de los instrumentos del Estado de derecho, sin necesidad de retroceder un milímetro ante las provocaciones terroristas. Todavía estamos a tiempo.

José Luis Díez Ripollés es catedrático de Derecho Penal de la Universidad de Málaga. Este artículo está suscrito igualmente por José Antonio Alonso Suárez y Mercedes García Arán, actuando los tres como portavoces del Grupo de Estudios de Política Criminal, constituido por más de un centenar de catedráticos y profesores titulares de Derecho Penal, magistrados y jueces.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_