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Tribuna
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Una luz que se apaga

En una calle del centro de Valencia, en pleno barrio de Salamanca, hay una finca que están rehabilitando. La constructora no puede tirar la fachada por tratarse de un edificio protegido y la ha cubierto con unos andamios y una tela metálica mientras tritura todo lo demás. Lo notable es que, cuando uno pasa por esa calle a la caída de la tarde, puede ver, desde la acera de enfrente, una débil luz que titila en uno de los pisos. Ante el estupor del paseante, alguien sigue resistiendo -la orden municipal de desalojo o la oferta económica del nuevo propietario del inmueble- y ha hecho del estruendo de los piquetes y del polvo que lo rodea toda una forma de vida. No se trata de okupas, estoy seguro, pues ya los habrían echado. El náufrago en esa isla desierta es sin duda un antiguo inquilino, probablemente de la tercera edad, que se resiste a morir. A morir, sí: el día que no pueda más y se vaya, no sólo desaparecerá una resistencia insólita; con ella morirá toda una forma de vida, hecha de pequeños comercios, de tertulias interminables con los vecinos, de cañas y pinchos en bares populares, de vida civil mediterránea en suma. A los nuevos apartamentos -carísimos- del edificio llegarán jóvenes ejecutivos con móvil, jacuzzi y traje de Armani. Donde había bares, ya hay Mc Donald's. Donde se alzaban colmados, las grandes superficios instalaron hace tiempo sus reales. Donde se charlaba, ya sólo se grita o se insulta entre bocinazos impacientes.Esta historia, real, es sólo una metáfora del tema al que quería referirme. Hace unos días se presentó en el Círculo de Bellas Artes de Madrid un libro que recoge veintiún artículos periodísticos en defensa del precio fijo de los libros. Las distintas cabeceras se hacían eco de la noticia en las páginas de sociedad. No me parece mal, aunque en mi opinión el asunto compete más bien a la de sucesos. Porque si la liberalización del precio, que ya se aplica a los libros de texto, se extiende a todos los demás, los resultados no pueden ser menos que catastróficos. Como las grandes inundaciones y los incendios devastadores, como los terremotos y las epidemias, la medida dejará un montón de víctimas a su paso. Por un lado, cientos de pequeñas librerías. Por otro, decenas de editoriales artesanales. Al final, miles de lectores o, mejor dicho, la totalidad de los que propiamente pueden llamarse lectores. Es la solución final de una forma de entender la vida que, al parecer, también estorba.

¿No me creen? ¿Les parezco milenarista? Al fin y al cabo estamos en pleno cambio de milenio. Creo que lo malo de la manera con que se enfoca este asunto no es tanto la maldad de los que quieren imponer la liberalización cuanto la frivolidad de los cenáculos políticos que le dan pábulo. Porque el precio fijo de los libros no supone una competencia insoportable para nadie. Uno puede entender que las grandes superficies libren una lucha sin cuartel contra los pequeños comercios en lo tocante a alimentación, a vestido, a menaje. Los ciudadanos o compran la comida, la ropa, la sartén, en el hiper o lo hacen en la tienda de la esquina. Lo uno por lo otro: en el primer caso, les sale más barata, pero pierden tiempo y gastan en transporte; en el segundo, les cuesta más, aunque se ahorran molestias, gasolina y estrés. Pero en el caso del libro, esto no es así. Ningún almacén, de esos que tienen torres de libros con un cartel que dice "los más vendidos" o, peor incluso, bestsellers, supera en oferta a la más modesta librería de provincias. La muerte de éstas no liberaliza el sistema cultural ni favorece los intercambios de la aldea global. Al contrario, simplemente contrae drásticamente la oferta y deja escapar clientes que ya nunca volverán.

¿Qué es una pequeña librería? Para información de muchos jóvenes que no han tenido ocasión de probarlas, lo explicaré. Es un sitio al que uno no va a comprar, sino más bien a hojear, a veces hasta a leer obras enteras, aunque al final suela adquirir alguna. Si no encuentras lo que buscas, siempre hay un librero (un librero no es un dependiente, ¡por favor!) que te orienta, pero sin presionar. En realidad, son lo más opuesto al marketing que pueda concebirse: parece como si les diera pena desprenderse de ciertos fondos, y seguramente así es. ¿Para qué sirven, pues, las pequeñas librerías?: para que cada uno se haga a sí mismo y no acabe siendo como quieren los demás que sea. Las posturas minoritarias, rompedoras, idealistas o revolucionarias no están en los botes de conserva libraria de las grandes superficies. No pueden estarlo. Las sacan a la luz pequeñas editoriales casi filantrópicas y las recetan pequeños libreros románticos. Parece ser que en este país que aspira a codearse con los grandes, estas excrecencias del antiguo régimen molestan y van a ser reconvertidas. ¿Cuántas librerías habremos visto cerrar en las ciudades españolas desde que nuestras grandes empresas se lanzaron vorazmente sobre los mercados americanos y la imagen del ejecutivo español vino a sustituir a la del antiguo emigrante? Y, sin embargo, uno tiene la impresión de que, algún día, pagaremos tanta irresponsabilidad y lloraremos amargamente lo que estamos permitiendo. Ese día, si queda algún ciudadano español de juicio independiente, le va a salir bastante caro poder respirar otra vez: hasta que cruce el Atlántico y vaya a la calle Corrientes, en Buenos Aires, donde hay más de cien librerías con todo lo imaginable, las únicas acumulaciones de comercios con las que tope serán calles de bares.

Una última reflexión. El asunto que comentamos es grave, pero en una comunidad bilingüe en la que una de sus lenguas lucha por sobrevivir, me parece, simplemente, mortal de necesidad. ¿Dónde piensan que se encuentran los libros en valenciano, dónde creen que los editan? En tal librería-papelería de Xàtiva, en tal imprenta-editorial de Alzira. Fuera de estos sitios, en las secciones-contenedor de libros de las cadenas multinacionales, lo único que hay son manuales y lecturas exigidas en la escuela. Lo que se vende, en suma, no lo que crea conciencia cultural. ¡Que Dios nos coja confesados! El día que también se apague esa luz, la oscuridad será total. A lo mejor es lo que hacía falta para seguir viendo a gusto la televisión.

Ángel López García-Molins es catedrático de Teoría de los Lenguajes de la Universidad de Valencia. angel.lopez@uv.es

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