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Ojo al parche

Es evidente que el actual Gobierno, con la Agencia Antidroga y José Ignacio Echániz, consejero de Sanidad, a la cabeza, está muy preocupado por centrar sus esfuerzos en un tema clave para la sociedad, como es el que se refiere a la salud y a la educación de nuestros hijos. Para alcanzar un modelo de convivencia verdaderamente moderno y eficaz, una sociedad avanzada y culta, se les ha ocurrido adoptar una medida, "pionera en todo el mundo", inspirada, con lógica pedagógica, en ensayos realizados en cárceles.Como lo prioritario, en ese afán social, es detectar si los hijos consumen estupefacientes (que no cómo, cuándo, cuánto, ni por qué), se facilitarían a los padres, de forma gratuita, unos parches de muy fácil aplicación sobre el legendariamente dócil brazo de los adolescentes. Abundando en el carácter científico que distingue a estos políticos, dicha decisión viene respaldada por un aval empírico, pues que algunos presos ya han permitido que se les ponga el parche a cambio de salidas de fin de semana. O sea, que tanto darle vueltas al sistema educativo, a cómo conjugar la ineludible necesidad de formación con los parámetros cambiantes de un mundo en constante evolución, y la cosa era tan fácil como rescatar del pasado o de los manuales de adiestramiento canino la fórmula de castigo-recompensa.

Parece, sí, muy coherente que la inspiración para mejorar las relaciones entre padres e hijos, para potenciar una imagen renovada de la familia, la haya encontrado el PP en el régimen penitenciario. La oposición y diversas ONG (esa gente que se lo curra a diario con los drogodependientes y con sus familiares) rechazan el plan del parche, pues prefieren defender el diálogo, y consideran que tal iniciativa "transforma a los padres en policías". Yo creo que hay que tomárselo a risa, porque, como dice mi ilustrador, Santi Cueto, los padres se convertirían, más bien, en Torrentes, brazos tontos de la ley. Porque, a ver, ¿quién le pone el parche al niño?, ¿qué niño pone el brazo? Estos expertos en relaciones familiares aconsejan que la imposición del parche se haga "sin violencia", lo cual es muy alentador: no se habla con los hijos, no se informa, no se escucha, no se confía, pero la hora del parche se respeta como las horas de la comida de toda la vida. Algo es algo: la familia que pone el parche unida... Esto del parche me recuerda al pis. En mi colegio había una piscina que las niñas esperábamos, literalmente, como agua de mayo durante todo el curso.

Como sucede con todos los recuerdos de esa libertad condicional que era la infancia, guardo un sabor agridulce de esas tardes de baño, una memoria contradictoria. Llegado el buen tiempo, el día consistía en la espera de esas cuatro de la tarde en que nos íbamos a la piscina, pero el tacto de aquel agua, el sonido brillante de los gritos excitados de mis amigas, el azul celeste de los bañadores, se empañan con el vapor turbio de las amenazas: sobre nuestras pequeñas cabezas, goteando como el olor del cloro excesivo, las niñas llevábamos la espada de Damocles de las pastillitas del pis. Teníamos siete, ocho, nueve años y, según nos contaban las responsables de nuestra educación, había algunas que se hacían pis en el agua (un acto tan intolerable que todas negábamos automáticamente, aunque hubiéramos participado de tan inocente lluvia). Para evitar la tentación (o, simplemente, que se te escapara), nos decían que habían echado en el agua unas pastillitas que formarían un círculo rojo alrededor de la culpable; es decir, que la señalaría, la abochornaría, la humillaría, la estigmatizaría.

¿Cuál era la cuestión de la piscina? Por supuesto, había que educar, y las adultas educadoras debían convencer a las niñas de que no se hacía pis en la piscina, pero el método utilizado triunfaba falsamente: es probable que hiciéramos menos pis donde no debíamos, pero no llegaron a inculcarnos el respeto por las demás, ni la satisfacción de un agua limpia, ni el control sobre nuestros esfínteres, sino la idea del miedo, de la amenaza y de la burla; no se esforzaron por hacernos comprender, por explicarnos, sino que impusieron una norma razonable a través del temor, y al final la cuestión no era el pis, sino la pastillita del pis. Con el parche es lo mismo: la cuestión será el parche, y no las drogas (su uso); el miedo, y no la comunicación; el brazo esquivo y sospechoso, y no el diálogo acerca de nuestra realidad. Un parche, el brazo tonto de la ley.

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