La nueva casa del padre SERGI PÀMIES
La manifestación convocada por la plataforma ¡Basta ya! y el último asesinato de ETA parecen haber activado una nueva etapa en la reacción contra el terror. Digo parecen porque, por desgracia, han sido muchas las ocasiones en las que, pareciendo que algo iba a cambiar, todo seguía igual. Las manifestaciones nunca han sensibilizado a los asesinos y no parecen influir en el tiroteo de reproches que protagonizan los demócratas. El análisis mediático de la reacción ciudadana tampoco ayuda. Calificar de "vascos no nacionalistas" a los que desfilaron en San Sebastián reduce el valor de la protesta y ofende a los nacionalistas demócratas que acudieron a expresar su hartazgo con la violencia. Llamarles "defensores de la constitución" tampoco contribuye a pacificar nada, ya que desvía la esencia de un debate que parece centrado en la compatibilidad entre derecho a la soberanía y ejercicio de la libertad y que debería tener en cuenta que se puede ser libre, demócrata y decente y, a la vez, desear un cambio en la constitución o discrepar, en parte, del valiente planteamiento de ¡Basta ya!En nombre de una futura soberanía, se asesina, extorsiona y coarta, tolerando delitos mal llamados menores que, a base de repetirse, son absorbidos por una normalidad que no merece llamarse así. Incapaces de evitar esta agresión al marco de convivencia, los políticos prefieren centrarse en un debate que quizá sirva para denunciar las carencias del sistema pero que atenta contra el interés general e insulta la memoria de unas víctimas que hubieran dado lo que fuera por ahorrarse su condición de mártires. Por otro lado, el Gobierno del PP insiste en disparar contra el pianista del PNV y, en nombre del estado de derecho, se niega ya no a dialogar con los asesinos sino tampoco con los que analizan la situación desde una óptica que, por indignante que sea, hay que tener en cuenta. El diálogo es, pues, indispensable. Pero también lo es asegurar un marco convivencial en el que quemar autobuses o amenazar a los ciudadanos no sea considerado una gamberrada sino un delito. Cada vez más, parece confirmarse que el mal llamado problema vasco (Sant Adrià no es Euskadi) es un enfrentamiento entre padres e hijos, abuelos y nietos. Y que a veces parecen más ocupados en encubrirse unos a otros y lavar los trapos sucios en casa que en admitir que el problema va más allá de sus fronteras. Y que la comprensión de los unos con los otros parece un intento desesperado por no romper unos lazos familiares y tradicionales que se protegen de la invasión exterior y que aplican una ley de extranjería no escrita a los que no aparecían en el primer capítulo de una historia en la que las ideas se convierten en combustible para una industria de la muerte con zulos y tiros en la nuca.
La ideología tiene, pues, un papel secundario. Como en las guerras religiosas, se recurre a dogmas tan inamovibles que resulta inútil apelar a la sensatez del pacto. Viciada de raíz, la lucha armada y su entorno nacen como el antídoto a una situación monstruosa pero repiten, con idéntica monstruosidad, el mal que dicen combatir. Gabriel Aresti escribió un intenso poema que, ahora, puede interpretarse de muchas maneras. "Defenderé/ la casa de mi padre/ contra los lobos/ contra la sequía/ contra la usura/ contra la justicia" son versos que siguen conmoviendo, pero que le llevan a uno a preguntarse si en la casa del padre caben todos, quiénes son los lobos y contra qué clase de justicia hay que luchar. El esfuerzo colectivo quizá debería, en lugar de fomentar el autismo entre manifestaciones, aclarar si es compatible defender la casa del padre sin necesidad de quemar las de los que, desde otras raíces y en un clima de libertad, aspiran a vivir en paz o, en su defecto, a no vivir amenazados de muerte. Y que no sea necesario cortarle las manos a nadie ni morir ni pudrirse en la cárcel para que la casa del padre siga existiendo, en pie, como la imaginó Aresti pero con las reformas propias del paso del tiempo y del progreso.
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