Una observación inoportuna
El precio del petróleo sube, se producen situaciones difíciles y algo hay que hacer para evitar los peores efectos de la subida. Al mismo tiempo hay indicios razonables de la influencia que puede tener sobre el clima el aumento de dióxido de carbono en la atmósfera, producto de la combustión de derivados del petróleo y otros combustibles fósiles, lo que crea inseguridad sobre nuestro futuro y el de nuestros hijos, y algo hay que hacer también al respecto. La sociedad se moviliza en contra de los dos peligros, pero las movilizaciones no suelen coincidir en el tiempo ni en los cerebros de quienes participan en ellas. Hay muchas personas que responden con gran radicalidad ante el aumento en el precio de los combustibles y ante la amenaza de calentamiento global, siguiendo en cada caso la corriente de opinión más en boga y sin establecer ninguna relación entre ambos fenómenos. Pero no son independientes y, a poco que se reflexione, esas respuestas pueden ser contradictorias.El precio de los carburantes en relación con otras fuentes de energía influye sobre la intensidad de su consumo en el transporte, la industria y los usos domésticos, hasta el punto de que en los países desarrollados (y en la mayoría de los otros también) el petróleo, el carbón y el gas natural, suponen la práctica totalidad de la energía primaria producida. Que el precio tiene que ver con el uso es algo tan evidente que no necesita demasiada argumentación y sobre lo que hay, además, abundante experiencia empírica. En la crisis de 1973, el aumento súbito del precio del petróleo obligó a acometer transformaciones en la industria que redujeron los consumos energéticos, al tiempo que llevó a los gobernantes a dedicar cuantiosos recursos a la investigación sobre fuentes de energía alternativas. Cuando todo volvió a la normalidad, es decir, cuando los precios se estabilizaron o bajaron, la presión sobre el consumo se relajó y cesó el impulso a la investigación energética.
Los Estados Unidos son el país que, en términos absolutos y relativos, más contamina la atmósfera con gases de efecto invernadero. Consumen el doble de energía per cápita, y un 50% más por unidad de producto, que la Unión Europea o Japón, por no mencionar las comparaciones con otras regiones del mundo, y su estilo de vida es claramente más dispendioso respecto al uso de este recurso natural. No debe ser una casualidad que estas diferencias se produzcan allí donde el litro de gasolina vale menos de la mitad que en nuestro continente. Algunos científicos norteamericanos han llegado a afirmar que la única medida efectiva en materia de protección del medio ambiente en su país sería la elevación sustancial del precio de la gasolina.
Ahora bien, la combustión masiva de estas sustancias es lo que inyecta cada día cantidades igualmente masivas de dióxido de carbono a la atmósfera. En la Cumbre de Kioto celebrada a finales de 1997 se acordó que los países desarrollados redujeran en el transcurso de la próxima década sus emisiones de este gas en proporciones variables según los países y regiones. Esta reducción sólo será posible si disminuye el uso de carburantes, lo que ocurrirá, a su vez, si disminuye el consumo energético total o si son sustituidos, al menos parcialmente, por otras fuentes menos contaminantes. Y uno de los más acreditados mecanismos para producir esos efectos es la actuación sobre los precios. No a otra cosa responde el debate sobre la conveniencia de imponer una ecotasa, es decir una forma más de impuesto sobre ciertos consumos energéticos que sirva a un doble fin: disuadir de su abuso y contribuir a reparar algunos de los daños causados por el mismo.
Creo, por tanto, que hay una tendencia inevitable hacia el aumento del precio al consumidor de los derivados del petróleo. Por una parte, los yacimientos se irán agotando. Y aunque el ritmo de agotamiento sea mucho más lento que el previsto hace unos pocos años y se encuentren nuevos yacimientos, se irá poniendo de manifiesto la mayor dificultad en encontrarlo y extraerlo. Por otra parte, cualquier medida sensata de protección de la atmósfera pasa por ahorrar carburante, propiciar mejoras en el uso de la energía en los procesos productivos, y estimular seriamente la investigación y el desarrollo en otras energías que, hoy por hoy, no tienen la menor oportunidad de desarrollarse y competir con el petróleo. La persuasión, hasta ahora, no ha sido efectiva por sí sola, mientras que el aumento de los precios parece un mecanismo más eficaz. Por eso creo que escandalizarse por la subida del precio de la gasolina y escandalizarse también, aunque en días distintos, por el aumento de gases de invernadero que vertemos a la atmósfera puede no ser del todo coherente.
Estas observaciones resultarán quizá inoportunas en un momento en que el público se siente agredido por el continuo aumento del precio de la gasolina. Por supuesto que una cosa son las tendencias generales, relacionadas con la tecnología o las transformaciones medioambientales, y otra son las consecuencias de los cambios bruscos en los precios sobre la vida de los ciudadanos y sobre los equilibrios económicos. Las causas de esas oscilaciones son coyunturales y una parte de la respuesta debe ser también coyuntural, dirigida a resolver los problemas que generan a corto plazo. Establecer medidas que den un respiro a grupos de profesionales gravemente perjudicados por la subida de precios, o que contrarresten su impacto sobre el crecimiento económico, es obligatorio pero la sociedad en su conjunto debe interiorizar que la energía es un bien valioso, escaso y que irremediablemente produce efectos sobre el medio ambiente, por lo que debe administrarse con el máximo rigor. De ahí que la otra parte de la respuesta deba contemplar la deriva, más de fondo, hacia un futuro en el que los carburantes serán más caros y en el que habrá de fomentarse de forma decidida el ahorro, hoy por hoy nuestra principal fuente de energía, y el desarrollo de fuentes alternativas, lo que implica que habrá que impulsar cambios materiales y de mentalidad.
Tampoco es, seguramente, oportuno razonar sobre el precio de la energía olvidando que muchos de los recursos generados por el petróleo van a parar a sátrapas que han tenido la fortuna de vivir sobre lagos subterráneos de crudo, o a regímenes autoritarios o fundamentalistas. O que sirven para aumentar notablemente los beneficios de las empresas que poseen yacimientos petrolíferos. O que los impuestos que gravan su consumo no contribuyen de forma efectiva a la puesta en marcha de una política energética más razonable en el largo plazo. Pero son problemas distintos y su existencia y su falta de solución, no justifica que dejemos de analizar los efectos del abuso energético en los países desarrollados.
Yo no soy especialmente apocalíptico. Creo que hay indicios suficientes para pensar que pueden producirse perturbaciones climáticas graves debidas al aumento de gases de invernadero en la atmósfera, pero no comparto la previsión de catástrofes sin cuento que auguran muchos ecologistas. Tampoco creo en las soluciones milagrosas, se expongan éstas en una tertulia radiofónica o en una conversación de café. Los problemas energéticos no son fáciles de resolver y ni la sustitución del petróleo por fuentes más limpias es factible a los ritmos ni en la extensión que algunos presuponen, ni la reducción del uso del petróleo es simplemente proporcional al aumento de su precio, ni sería precisamente solidario que disminuyera el consumo energético global. Los países menos desarrollados aspiran a mejorar sus niveles de vida, lo que implica necesariamente un mayor consumo de energía, que es uno de los indicadores básicos de bienestar. No será posible, por tanto, sustituir el petróleo como fuente básica de energía de forma inmediata, pero cualquier progreso en el sentido de optimizar su consumo tiene un enorme valor de futuro. Todos los combustibles fósiles son, en realidad, energía solar destilada y concentrada en procesos que han durado millones de años, a partir de organismos ya extintos, y en condiciones físicas irreproducibles industrialmente. Son un recurso que no puede reponerse. Y son, además, la materia prima exclusiva de multitud de materiales sintéticos. Las generaciones futuras dispondrán con toda seguridad de otras fuentes de energía, pero no es tan seguro que puedan sustituir una sustancia tan valiosa como el petróleo para usos no energéticos.
Lo que, en todo caso, tampoco me parece a mí oportuno es olvidar las complejas interacciones entre todos los aspectos de la actividad humana y aplicar a su análisis un pensamiento elemental y en compartimentos estancos. O lo que es lo mismo, decir un día una cosa y al siguiente la contraria según el tema que toque. Y quedar bien siempre.
Cayetano López es catedrático de Física de la Universidad Autónoma de Madrid.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.